28.8.08

Algunas reflexiones acerca de "La mujer sin cabeza"




Fuga y misterio


Nada es más disparatado que la realidad humana
(Jacques Lacan)



Coordenadas. Una buena crítica de cine debe empezar derribando un mito. Esta pretende serlo, así que ahí va: las películas de Lucrecia Martel no son lo difícil que nos quieren hacer creer. Mucho menos cuando escuchamos la definición de eso que llaman “dificultad”: que exige atención constante, que necesita concentración del espectador, que se niega a brindar todas las respuestas a las preguntas que plantea. Con ese mismo criterio, las Páginas Amarillas, la revista del cable, o la grilla con el recorrido de los Subtes también son “difíciles”.
Vero va por una ruta de tierra y tiene un accidente. El camino no es el principal sino un desvío, un atajo que sólo conoce quien está habituado al lugar en donde transcurre la acción. En esa senda de ripio ella pisa algo. No sabe qué es: puede ser una persona, quizás alguno de los chicos que juegan en el canal que acompaña el camino; puede ser un animal que se cruzó justo cuando ella se agachó a buscar sus anteojos de sol. No lo sabe ni lo va a saber porque toma una decisión: vuelve a arrancar el motor y abandona el lugar sin descender a ver qué fue lo que pisó. A diferencia de Vero, nosotros vemos -en un plano que se aleja- a un perro muerto sobre el camino. La decisión de Lucrecia Martel en ese plano define las coordenadas éticas del film. No importa lo que haya pisado, importa el hecho de no haber descendido del auto a ver qué pasó.
A partir de allí, La mujer sin cabeza pasa a ser un film donde siempre estará en primer plano un juego de percepciones sobre esa realidad incierta (para Vero primero, para nosotros después) y sobre nuestros modos de acercarnos a ella.

Ritos. Vero se muestra ida. Literalmente ha dejado este mundo de convenciones que llamamos “realidad” para refugiarse en un limbo de reglas propias, flexibles y desconocidas. Huye de su marido cuando éste regresa de dos días de cacería con la presa fresca y sangrante; llega a su consultorio odontológico y ocupa un lugar en la sala de espera; completa el formulario de sus análisis médicos con el nombre de la enfermera que la atendió en lugar de poner el suyo; etcétera. Una serie de acontecimientos que sólo confirman lo evidente: Vero se fue.
En ese contexto de crisis se desata una feroz disputa entre ella y su familia, quienes buscan mantener a como dé lugar cierto orden establecido. Su hermano y su primo hacen todo lo posible para borrar las huellas del accidente, los registros del hospital en el que se atiende no aparecen, y, como no podía ser de otra manera, los ritos familiares –la religión que más devotamente profesa Martel- se mantienen a la orden del día. Entonces todos siguen rezándole a la Virgen del Rosario, las visitas a la moribunda tía Lala se ven imperturbables, y hasta hay tiempo de pensar en los regalos de casamiento de las amigas de sus hijas. Vero, confundida, sigue el ritual, mientras su fragilidad y esa nueva posición frente a lo que la rodea le dan indicios constantes de que el mundo es un lugar verdaderamente extraño.

Fantasmas. Los seres humanos tendemos a buscar un orden en el curso de los hechos, y una vez que lo encontramos y lo definimos nuestra visión de la realidad se va confirmando mediante una atención selectiva. Este proceso de percepción deslumbra a Martel, a punto tal que decide llevarlo al paroxismo. Los diálogos que se escuchan en La mujer sin cabeza se apilan, se chocan, se pegotean, se confunden. No hay desde el registro sonoro una guía que permita distinguir qué es lo principal de lo accesorio. Esa es tarea para el espectador, y vaya si es incómoda. Lo mismo sucede con el desplazamiento de los cuerpos en escena y fuera de campo. Por momentos todo resulta saturado, sobrecargado de información que no parece importante, sean discusiones sobre tintura de cabello o tortugas acuáticas en Santiago del Estero. Todo está ahí: las palabras, los cuerpos, los fantasmas. Lo que vuelve fantástico (en sus dos sentidos) al cine de Lucrecia es esa capacidad para cuestionar la estabilidad del suelo que estamos pisando. Y los pocos elementos que necesita para ello. La tía Lala desde su espacio sagrado –esa cama crujiente en la que pasa sus eternos días de enfermedad- ve el gastado video del casamiento de Vero. Algo la sorprende: la tía Genoveva, quien supuestamente para ese entonces debía estar muerta. En otra escena Lala duerme hasta que la presencia de Vero la despierta. Siente un ruido que puede provenir de debajo de la cama. Un chico sale de ahí. Vero lo mira. Lala le advierte. “Son espantos. No los mires y desaparecen”. Finalmente, el chico sale de cuadro. Con un hecho tan sencillo, casi una anécdota, algo nos queda claro: sólo Vero y Lala tienen la capacidad de cuestionar el entorno en el que se encuentran. Una, por su estado de fragilidad después del accidente; la otra, por esa impunidad que sólo da la vejez.

Agua. En La mujer sin cabeza están casi todas las obsesiones de su directora. La decadencia de cierta burguesía de provincia, una sexualidad endogámica al borde de lo incestuoso, personajes que deambulan por las calles sin rumbo aparente, y esas piletas donde siempre –no importa si se trata de una pantanosa, la lujosa de un hotel, o una extraña construida atrás de una veterinaria- la inmersión es un acto peligroso. Tras el accidente, Vero avanza varios metros con su coche hasta que, ya alejada del lugar del hecho, decide bajarse del auto. Camina perdida, inquieta, hasta que una imprevisible tormenta la sorprende. No es una tormenta más. Arruina a los autos, provoca inundaciones, y sobresale por su poderío. El agua, ese elemento omnipresente en la filmografía de Martel, adquiere una dimensión épica, casi de epopeya, como si una tragedia de dimensiones bíblicas se hubiera desatado sobre los habitantes del lugar y sobre ella en particular. “Cuando algo sucede todos los años ya no es una calamidad, es una vergüenza”, se le escucha decir a su amiga Josefina durante el diluvio. El aguacero marca el paso de la apacible rutina y las convenciones, a esos peligros velados de quien ya no confía en el mundo que la rodea.

Misterio. ¿Vero está muerta? ¿Sus familiares y amigos lo están? ¿Cuáles son los fantasmas que ve la tía Lala? ¿Por qué Vero no se bajó del auto? La lista de preguntas es infinita, mientras Lucrecia sigue tratando de investigar la fortaleza y la debilidad de ese tabique invisible que conduce las acciones humanas por un lado y no por otro[1]. La proyección termina. La vuelta a la realidad es inevitable. Tanto, como ese sentimiento de desconfianza que se instala entre nosotros, que hace que a partir de ahora sintamos menos firme el suelo que pisamos. Y que, por alguna extraña razón, nos obliga a mirar constantemente hacia atrás con desconcierto y temor. No vaya a ser cosa que esa amenaza latente finalmente se concrete.


Gonzalo Beladrich
Agosto 2008






[1] David Oubiña. Estudio crítico sobre La Ciénaga: entrevista a Lucrecia Martel. Picnic editorial, 2007



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