30.11.09

Las mil y un caras del gran James Gray



Un cine que ha encontrado su lugar

Corría el año 1994 cuando un joven cineasta de veinticinco años estrenaba su primer largometraje, Cuestión de sangre / Little Odessa, una obra que, en principio, se inscribía dentro del género del thriller mafioso. Si atendemos otras muestras de cine policíaco-criminal aparecidas durante la pasada década, nos encontramos que lo que por entonces solía estilarse, dejando a un lado las reconstrucciones del noir ambientadas en el pasado, eran trabajos en los que los elementos ortodoxos del género se encontraban, por lo general, filtrados a través de una mirada posmoderna o paródica. Algunos eran artefactos sofisticados, más o menos vistosos y ejecutados, por norma general, con mecánica frialdad como Sospechosos habituales (The Usual Suspects. Bryan Singer, 1995), Seven (Se7en. David Fincher, 1995), Bajos Fondos (Underneath. Steven Soderbergh, 1995), Lazos ardientes (Bound. Andy & Larry Wachowski, 1996) o Albino Aligator (Kevin Spacey, 1996), por poner cinco ejemplos que gozaron de diferente popularidad en su momento. Por otro lado, cobran gran importancia, en múltiples aspectos, los trabajos de directores empeñados en imprimir a sus películas un sello más llamativo (o, si se quiere, personal), como es el caso de los hermanos Coen, que oscilaban entre la misma frialdad de los trabajos anteriormente citados (vid. Fargo, 1996) o se situaban directamente en la parodia de lo canónico (El gran Lebowski / The Big Lebowski, 1998). En una línea autoconsciente, de regurgitación mítica y enfoque posmoderno tenemos la inevitable Pulp Fiction (1994) de Tarantino, obra de incidencia fundamental en los 90 cuyas coordenadas fueron asimiladas por muchas propuestas posteriores, no sólo a través de sus más evidentes emulaciones (películas como Lock & Stock —Guy Ritchie, 1999— o Cosas que hacer en Denver cuando estás muertoThings to Do in Denver When You're Dead. Gary Fleder, 1995—, entre una larga lista), sino porque ciertos elementos del imaginario tarantiniano fueron rápidamente integrados en todo tipo de producciones y se convirtieron en marcas de consumo masivo.

Aunque el protagonista de la película sea Tim Roth, que por aquel entonces ya había cosechado cierta fama gracias a su papel de Mr. Orange en Reservoir Dogs (1994), el debut de Tarantino, y la misma Miramax que le respaldaba detrás también del film de Gray, lo cierto es que el planteamiento de Little Odessa se aparta bastante de lo que por entonces era tenido como una cierta vanguardia y de las coordenadas de lo que por aquel entonces era popular. Antes bien, la película parecía postularse como una muy personal continuación de ciertas tradiciones del cine (no sólo el americano) de décadas anteriores, con un punto de vista mucho más severo, menos dado a los juegos intertextuales, la autoconsciencia de personajes, la ficción hiperbolizada y el regodeo en la propia cinefilia. Siguiendo nuestro necesariamente somero análisis del cine criminal en los noventa, nos encontramos con que un referente del género durante varias décadas como Francis Ford Coppola se diluye en otro tipo de proyectos hasta “desaparecer del mapa”, mientras que otro sonoro nombre, Martin Scorsese, fuerza su estilo hasta el paroxismo, así como desciende la calidad de los guiones que decide rodar (tal vez eso le permita seguir rodando, después de todo). El otro miembro de ese (un poco misterioso y no del todo cerrado) triunvirato, Brian De Palma, alterna trabajos de encargo para sobrevivir con aportaciones mucho más en su inimitable línea manierista. A la chita callando, y gracias a su habilidad para procurarse cierta independencia, Clint Eastwood entregará en los noventa un buen puñado de thrillers que se cuentan entre lo mejor de la época, con la vista también vuelta hacia décadas anteriores y salvaguardando cierto “clasicismo” narrativo. Gray, por su parte, no desespera, prefiere esperar lo que sea necesario poder hacer los films que quiere hacer, y decide que su trabajo se mantendrá, como ya se ha dicho, en una vereda totalmente personal.

El siguiente film de Gray, The Yards (La otra cara del crimen en España; La traición en Argentina; títulos poco afortunados que anulan el significado del original que hace referencia a los lugares donde se clasifican y montan los trenes, negocio al que se dedican los personajes del film), rodado en el verano de 1998, pero que no llega a estrenarse hasta otoño de 2000 en Estados Unidos, abunda aún más en esa mirada a contracorriente, y pasa totalmente desapercibido para el público (y parte de la crítica), pues se hace aún más acusada su disociación respecto un entorno audiovisual que ha cambiado ya con el desarrollo tecnológico que por ese entonces absorbía al público gracias a la creación de universos virtuales como los de Matrix (The Matrix. A. y L. Wachowski, 1999) y tantos y tantos films cuyo tirón residía en los trucajes infográficos. Tras otros siete años de silencio, Gray vuelve ahora con La noche es nuestra (We Own the Night), película en una línea muy similar a la anterior. Esta le ha permitido encadenar un nuevo proyecto de seguido prácticamente (se rodó el pasado noviembre en Nueva York) asegurándose total control creativo (el anhelado final cut): Two Lovers, un drama que abandona el contexto noir sin dejar de indagar en la familia. Parece que al fin la forma de entender el cine de Gray ha terminado encontrado un lugar en la primera línea del audiovisual contemporáneo. Pero, cabe preguntarse, ¿por qué precisamente ahora? No podemos asegurar nada, pero nos atrevemos a aventurar una posibilidad que tiene que ver con que en los últimos años se ha producido un inesperado retorno, dentro de los ámbitos cinematográfico y televisivo, a ciertas formas del relato que parecían haber perdido su efectividad o su vigencia definitivamente en los años noventa y que, gracias en muchas ocasiones a un proceso de reconstrucción, reelaboración o replanteamiento, o simplemente por los ciclos “naturales” de la percepción audiovisual occidental, han vuelto a mostrarse eficaces y, sobre todo, no disonantes respecto a la realidad contemporánea. Películas como Buenas noches y buena suerte (Good Night and Good Luck. George Clooney, 2005) Capote (Bennett Miller, 2005), Miami Vice (Michael Mann, 2006), o Zodiac (David Fincher, 2007), Una historia de violencia (A History of Violence. David Cronenberg, 2005), Election y Election 2 (Hak se wui, 2005 y Hak se wui yi wo wai kwai, 2006; ambas de Johnnie To), 4 meses, 2 semanas y 3 días (4 luni, 3 saptamini si 2 zile. Cristian Mungiu, 2007) pueden ser buenos ejemplos de esta suerte de neo-clasicismo estructural, así como algunas de las recientes series televisivas estadounidenses (“24”, “CSI”, “Lost”, “Dexter”, “Prison Break”, “The Sopranos”) que han cosechado un notable éxito entre el público y una significativa sección de la crítica cinematográfica. Creemos que los nuevos modos de distribución de cine y televisión a través de diversas fórmulas (con atención especial a Internet), mucho más difíciles de gobernar de un modo férreo que las de antaño, son una de las causas por las que fracasó el sueño de la gran industria del entertainment audiovisual de establecer definitivamente un gusto único universal, y han abierto nuevas posibilidades a muchas clases de películas multiplicando nuestras opciones, tal vez colapsándolas incluso, de modo que las filias y fobias audiovisuales (y también en el mercado musical) de cualquier ciudadano varían mucho más de una persona a otra que hace pocos años.


Un cine de vocación intempestiva

El cine de James Gray está concebido desde una perspectiva, si no intempestiva o de vocación atemporal, sí mucho más dilatada en cuanto al alcance al que aspira. Aunque no niegan una evolución, sus obras denotan haber sido engendradas al margen de lo imperante, y han sido las coyunturas en las que han surgido las que han acabado siéndoles más o menos favorables. Es notable la presencia en sus films de figuras cuyo pasado actoral en algunas películas mitificadas por la cinefilia tiene su peso específico (Gray las dota no obstante de nuevas dimensiones y matices, evitando su utilización como meros iconos orgánicos), como puedan ser los casos de James Caan y Robert Duvall, así como de los también característicos Victor Argo, Maximilian Schell o Tony Musante. Sin embargo, y sin minusvalorar el concurso (nada fortuito) de dichos intérpretes, los protagonistas de sus películas son actores de generaciones posteriores. El mencionado Tim Roth y Edward Furlong en Little Odessa, y el dúo formado por Mark Whalberg y Joaquin Phoenix en las otras dos (Phoenix repetirá además en Two Lovers). Preguntado por Katey Rich acerca del porqué de la re-elección de ambos actores para We Own the Night tras el fracaso taquillero de The Yards, Gray responde: «No recuerdo que nadie le dijese a Martin Scorsese: ‘No deberías trabajar con Robert De Niro otra vez. Toro Salvaje no fue un éxito’». Con semejante declaración de intenciones Gray parece afianzarse en su idea de crear, contra viento y marea, una “pequeña familia” de actores muy concretos para sus películas.

Si bien puede que los retratados por Gray sean “mundos de hombres” (lo que explica, entre otras cosas, que se suela citar a John Ford al hablar de su cine), las mujeres también tienen un papel, no por secundario en la narración, menos significativo. Por un lado tenemos a chicas jóvenes que acompañan a los protagonistas y que prometen un ideal de vida conyugal, de fundación de un nuevo núcleo familiar con la mirada puesta en el futuro inmediato, el cual terminará revelándose como imposible. Además, siempre se encuentran en el límite del (auto)engaño respecto a la turbiedad que esconde la actividad cotidiana de sus compañeros sentimentales, así como suelen sufrir, de modo indirecto, las consecuencias de los virulentos movimientos causados por los complejos entramados familiares de los films de Gray. En Little Odessa, Alla (Moira Kelly), la novia del protagonista, mantiene una relación con él pese a su indecisión y dudas iniciales, pero dicha relación termina perdiendo para él toda importancia y revelándose como una pequeña válvula de escape frente al resto de sus preocupaciones. En The Yards, Erica (Charlize Theron), situada en el centro de la amistad entre su primo y su novio, ve cómo sus tópicos ideales amorosos (con planes de matrimonio y esperanza de felicidad eterna) devienen efímeros y se derrumban como un castillo de naipes. Algo similar ocurre en We Own the Night, en la que Eva Mendes interpreta a la novia del protagonista, que no es capaz de soportar la (a decir verdad insoportable) realidad a la que pretende arrastrarla con sus decisiones, revelándose de nuevo sus recientes promesas idealistas como un nuevo espejismo. Las escuetas secuencias de sexo que protagonizan son, por cierto, directas y sombrías, y recuerdan a las del cine de otro cineasta estadounidense de trayectoria también “guadianesca”, como es Lodge H. Kerrigan. Por otro lado, tenemos a mujeres de mayor edad, a las que dan vida actrices de carácter como Ellen Burstyn, Faye Dunaway o Vanessa Redgrave, a menudo madres cuya relación con los hombres de la familia resulta determinante. La enfermedad es un tema recurrente que suele afectar a estos personajes, y está estrechamente relacionado con la muerte y la ausencia, asuntos clave en el cine de Gray sobre los que volveremos más adelante.

A la hora de citar algunos de sus referentes artísticos, James Gray ha aludido a películas como Rocco y sus hermanos (Rocco e i suoi fratelli. Luchino Visconti, 1960), libros como “Vigilar y castigar” (1975) de Michel Foucault, cineastas como Jean Renoir, escritores como Èmile Zola, y también al mundo de la ópera, concretamente a la tradición del llamado “verismo”, de Puccini a Mascagni. No es de extrañar, ya que, después de todo, Visconti y lo operístico en general están en el origen de El padrino… Pero Gray demuestra con estas alusiones que su visión, la que pretende alcanzar y mostrar, está lejos de limitarse a la fotocopia de una serie de referentes cinéfilos populares, y su intención es ahondar más en las raíces culturales de la tradición en la que pretende inscribir (renovándola a su vez, evolucionando) su forma de entender el cine. En otra entrevista, firmada por Paul Fischer, declara: «No soy capaz de abandonar mi sueño de ser, por absurdo y pomposo que suene, el próximo Fellini o el nuevo Visconti.» No cabe duda de que es un cineasta pretencioso, con afán de que sus obras trasciendan. Pero su (legítima) ambición no tiene nada que ver con la de aquellos que buscan el impacto fácil por la vía rápida o que, como ilustra Lars von Trier, pretenden venderse a sí mismos como “genios” y “reinventar el cine” en cada película. La suya es una búsqueda más reposada y creíble en pos de que sus films adquieran una densidad, una madurez, trabajando todos sus detalles al máximo hasta alcanzar una cierta idea de profundidad sin despreciar (o situarse por encima de) las herencias de un clasicismo que se desdibuja para volver a aparecer, transustanciado, en el entramado de sus películas.


Un cine de viajes infernales al interior

En la obra de Gray toma una importancia reveladora desde su presentación el pasado y con él, las raíces de los personajes protagonistas, elemento principal sobre el que se arman sus relatos. Estos orígenes, en los que la institución familiar es dibujada de una manera tan densa como poco amable, se revelan sombríos y dolorosos hasta tal punto que al final del camino el resultado, con sus propias gradaciones, es inquietantemente negativo. La estructura de los tres films responde aparentemente al pensamiento, asociado a la tradición americana, en torno a las segundas oportunidades, sin embargo este planteamiento surge como una cortina de humo de las verdaderas intenciones y preocupaciones del realizador, que también se incrustan en una determinada mitología precedente que nos hace pensar en las historias de la literatura noir americana de los años cuarenta en la que emergen las miserias y perversidades que se esconden tras una normalidad solamente superficial.

Los recorridos de cada uno de los protagonistas hacia sus raíces han de entenderse como viajes regresivos, los cuales les instalan, al menos durante un tiempo, en un infierno representado esencialmente por una idea de la familia (alejada de cualesquier ideal y moralismo) absorbente, castradora e intolerante que no deja resquicio para aquello que se salga de sus reglas. Como ilustración preliminar de esta reflexión pensemos en las escenas de fiestas con las cuales arrancan The Yards y We Own the Night, que funcionan para celebrar un reencuentro y para poner de manifiesto una imagen protectora, que se refleja perversamente en las escenas complementarias que tienen lugar al final de cada trayecto y las cuales devuelven una cruda realidad. Little Odessa no participa, de igual manera, de esta estructura, ya que desde su comienzo se trata de una historia que no deja apenas recovecos a ninguna forma de optimismo; no obstante la relación de Joshua fundamentalmente con su hermano, construida en cierto sentido como una celebración durante el primer tramo del film (fragmentada en varios instantes de progresivo acercamiento: la desigual carrera por las calles nevadas, la tarde en el cine, la noche de borrachera en el museo…) para toparse con un desenlace trágico, es articulada mediante un mecanismo equivalente, más elemental quizá, pero igual de lacerante y vívido.

En la mísma línea de análisis se sitúan los tres epílogos, verdaderamente reveladores. El plano final de We Own the Night en el que los dos hermanos expresan su amor mutuo, sin mirarse y susurrando, conmueve y turba por todo lo que han tenido que pasar anteriormente hasta llegar a ese punto el cual contiene una cierta forma de egoísmo y de claudicación, en el que se focalizan las diversas pérdidas que han asumido: antes de esa declaración, Bobby Green (Joaquin Phoenix) ve, entre los asistentes, a su novia Amada (Eva Mendes) que le ha abandonado, pero es un espejismo, un engaño de la mente que confunde a una joven que se le parece remotamente; minutos antes Joseph Grusinsky (Mark Whalberg) le confiesa a su hermano que necesita más tiempo para estar con la familia y por tanto ha tomado la decisión de trasladarse a un puesto administrativo, omitiendo que realmente ya no es el mismo desde que los narcotraficantes rusos a los que perseguían atentaran contra su vida y luego acertaran en dejarle a él y su hermano huérfanos. Las fisuras psíquicas no han curado y probablemente tardarán en remitir mucho tiempo. Aún más demoledor es el desenlace de Little Odessa, que deja a Joshua Shapira (Tim Roth) sin expectativa, sin ningún futuro, muertos su hermano Reuben (Edward Furlong), su madre (Vanessa Redgrave) y Alla (Moira Nelly), últimas posibles salidas a su vida criminal y aquellas personas que le proporcionaban algo parecido a la felicidad. El plano final que inunda el rostro de Joshua en sombras (después ) y el inserto previo de una breve escena en la que aparece él con su madre y hermano, resume de manera magistral el drama de una familia resquebrajada y de una persona que anhela, infructuosamente, ser feliz. Por su parte, The Yards posee una elocuente construcción circular que se sitúa en un punto intermedio entre la ambigüedad de We Own the Night y el vacío vital de Little Odessa, otorgando un plus al viaje de Leo (Mark Whalberg) que es de ida y vuelta (vid. los modélicos planos inicial y final): el protagonista, en libertad condicional, fracasa, en parte por su ingenuidad y fogosidad pero sobretodo por variables externas que no puede controlar y que vienen de aquellos que deberían protegerle, en su intento de regresar al núcleo familiar y reintegrarse en la sociedad tras sus escarceos como ladrón de coches. La realidad interior reflejada de una familia en declive descarga un escenario corrupto, egoísta y confuso, el cual abandona en un estado de descomposición avanzado seguramente para vivir su vida alejado de todo aquello que la ha convertido en alguien más fuerte, pero sobre todo le ha dejado más perdido y significativamente solo.


Un cine de silencios, sombras y pérdidas

Aquello que no se dice, que los personajes callan o que ha sucedido en el pasado y nunca podremos llegar a saber a ciencia cierta, son elementos fundamentales en el cine de Gray, y demuestran el carácter abierto, ambiguo y misterioso de sus obras. En Little Odessa, la familia protagonista esconde una relación tormentosa (nunca visualizada y quizás por ello más potente) entre Joshua y su padre, que está en el origen del duelo que ambos mantienen por la educación de Reuben. Uno de los planos finales del film muestra a la madre sentada junto a ambos hijos. Es un plano austero y sin diálogos en el que apenas se exteriorizan muestras de cariño, pero que revela la profunda unión entre los tres, con la figura de un padre autoritario (cuya personalidad está muy marcada por el origen ruso de la familia) que, pese a todo, se muestra cariñoso con su esposa en los malos momentos que atraviesa.

En un instante de The Yards, Frank Olchin (James Caan) intenta azuzar los celos de Willie Gutierrez (Joaquin Phoenix) aludiendo a una presunta relación adolescente acaecida entre Erica y su primo, la cual nunca llegamos a saber con claridad si realmente tuvo lugar, al igual que es una incógnita lo ocurrido con el padre del propio Leo (cuyo pasado delictivo también nos es tan sólo esbozado), quien en los instantes finales intenta recomponer de algún modo los fragmentos en los que se ha dividido su familia, de la que, sin embargo, quedarán excluidos aquellos elementos que no son “de su misma sangre”. Pero no se trata de una burda vindicación de la familia, pues el tono fúnebre y su carácter hermético la postulan como un agujero negro del que es muy difícil escapar. Eso es exactamente lo que se plantea en We Own the Night, película en la que al final nada llega a recomponerse verdaderamente gracias a la perpetuación de los ritos familiares. En esta ocasión, nos encontramos con la ausencia de la madre de los protagonistas, y con la figura espectral de un padre que, tras ver cómo sus descendientes habían tomado caminos vitales muy distintos, conseguirá finalmente alinearlos en el mismo bando, decisión que le conducirá a su propio fin.

La enfermedad es otro asunto recurrente en las películas de Gray, como la que sufren las madres en Little Odessa y The Yards. El sufrimiento de los organismos y su precariedad es mostrado como antesala de la muerte. Las desapariciones de los personajes propician ausencias que dejan a su paso un panorama devastado, por mucho que los personajes intenten a toda costa cohesionarse ante estos hechos. Se trata de muertes físicas, tratadas desde luego sin ningún tipo de sentimentalismo, pero también de muertes espirituales, de personajes a los que el único futuro que les espera pasa por continuar sobreviviendo sin albergar objetivos ni esperanzas mundanas o afectivas, sin que de la impresión de que algún tipo de “ilusión” aparecerá en sus horizontes existenciales. Podemos asimismo constatar la existencia de una serie de estructuras que tienen un peso y un funcionamiento propios en la sociedad, y que operan aparte de las estructuras visibles, de las leyes, organismos y el resto de fachadas que se reflejan en los medios de comunicación. Los clanes, por muy desestructurados que aparenten estar, toman decisiones y actúan siguiendo códigos autónomos disociados de aquello que se inscribe en el ámbito de la “imagen pública”. Esa separación entre lo público y lo que subyace (lo fáctico) queda perfectamente plasmada en las secuencias del juicio de The Yards, y acerca al cine de Gray al Otto Preminger de Tempestad sobre Washington (Advise & Consent, 1960), película con la que además comparte una cierta mirada neutral y poliédrica, nunca cerrada, sobre hechos y caracteres. En We Own the Night, por su parte, decisiones policiales que deberían ser tomadas desde un punto de vista exclusivamente oficial se dirimen en encuentros familiares al margen de los organismos políticos establecidos. Dichas reuniones (y sub-reuniones, casi siempre dejando a un lado a las mujeres, para tratar ciertos asuntos “peliagudos”) familiares tienen, en el cine de Gray, un aspecto de celebración ancestral enormemente enigmática e incluso pavorosa, ya que a pesar del ambiente festivo en el que puedan tener lugar, de las viandas, las bromas y las risas, se vislumbra en ocasiones el abismo de lo atávico entendido como agujero sin fondo, de una lucha constante contra la tendencia al caos, de los patéticos —y necesariamente infructuosos— esfuerzos de la carne milenaria por seguir manteniendo ciertas idiosincrasias y continuar proyectando sus construcciones terrenales hacia el futuro.


Un cine personal de inspiración popular

El primer encuentro entre los hermanos de Little Odessa, después de un tiempo, que se sospecha ha sido considerable, sin verse, está compuesto por breves tomas que progresan de un distanciamiento lógico (planos amplios que aprovechan el formato ancho), impuesto por aquello que separa a ambos (Joshua vuelve al barrio por un encargo profesional, su actividad criminal, la diferencia de edad: Reuben es apenas un adolescente), a un acercamiento preliminar (planos cerrados que encuadran únicamente a los dos). Similar formulación, aunque contruida a la inversa (de la proximidad se pasa a lo general), tienen varias escenas equivalentes de sus tres films: las peleas entre Joshua y su padre (Maximilian Schell) en Little Odessa, entre Leo y Willie en The Yards, y entre Bobby y Jumbo en We Own the Night. En ellas hay un componente de traición, de decepción y en definitiva de inevitable alejamiento. Es una metodología esta que muestra de entrada el buen sentido cinematográfico de su responsable, cimentado en la coherencia expositiva y la claridad narrativa, sin vaivenes ni énfasis formales, alejado de requiebros y tropos confusos, continuador preclaro de ese cine que simple y llamente desea contar una historia.

En Gray importan más los planos, su duración, contenido y escala, que los movimientos de cámara. Dado el carácter del director y sus intereses aquellos se asocian con sorprendente naturalidad con juegos de luces donde la iluminación (la falta de ella) y los encuadres nos remiten a lo tratado en Million Dollar Baby (Clint Eastwood, 2004). Destacan con fuerza aquellas imágenes especulares que se rellenan paracial o completamente de oscuridad (vid. Joshua Shapira, Willie Gutiérrez —por dos veces— o Joseph Grusinski en sus coches, perdidos, derrotados, en el que se mezclan la culpabilidad, la vergüenza y el sufrimiento casi atávico), o las austeras escenas que introducen una cierta mirada “espía” (vid. Reuben sobresaltado por sus padres mientras follan en la habitación contigua; Willie interrumpiendo a Frank en una reunión de negocios a la que no ha sido invitado; Bobby intentando formar parte de una reunión de su familia policía…). Conscuentemente, y al igual que sucede en el antológico film de Eastwood, los espacios, el entorno, surgen como fondos indisociables de los relatos: las opresivas casas del padre de Joshua y de Frank, el hotel donde se ocultan Bobby y Amada; los inermes parajes de Little Odessa; los trenes, las vías y las cocheras (que se muestran, desiertas, en los créditos finales) de The Yards; la comisaría, la discoteca y el maizal de We Own the Night.

Las aptitudes de James Gray como director han crecido paulatinamente con cada nuevo reto, en paralelo a las condiciones de producción más férreas que ha debido aceptar. El proyecto de We Own the Night debía, como imposición, tener una persecución automovilísitca. Al realizador no solo le pareció asumible si no que además se sirve de ella para avanzar en soluciones escénicas nuevas con resultados óptimos: rodada sin llluvia natural, la cual fue incorporada posteriormente mediante efectos infográficos, esta escena, más bien corta teniendo en cuenta lo que suelen durar, está planteada en lo básico desde un punto de vista único (el del protagonista), involucrando rápidamente la participación del espectador, y resolviéndola magistralmente con un punto de inflexión dramático (la muerte de su padre, interpretado por Robert Duvall) representado con un corte de la banda de sonido que, mantiene esa distancia habitual en Gray a las situaciones más íntimas sin anular su carga de profundidad. Set-pices como esta se han venido añadiendo a sus films de forma creciente, desde aquel borrador que era el asesinato de Little Odessa (en el que importa más la mirada otra vez furtiva, pero además curiosa de Reuben), hasta la admirablemente concisa y precisa secuencia en la que Bobby Green se infiltra en el piso franco de los narcotraficantes en We Own the Night, pasando por la sobriedad de los contados y ecuánimes instantes fébriles en The Yards (vid. la escena en las vías que acaba con la vida del encargado, Leo huyendo del hospital cuando se dirigía a matar al policia y más tarde evitando que sea él quien acabe en una caja). En este mismo estadio se encuentran los clímax de los tres films, estilizados aunque no eufemísticos modelos en los que la tragedia se abre camino en silencio (vid. la muerte de Erica finiquitada con un plano cenital de atroz belleza), de forma hermética (vid. la expresión de Joshua, tras descubrir muertos a Alla y Reuben, este muerto por error a manos de uno de los amigos de su hermano), o con alegorías ambiguas que molestan por su enfermiza visión de lo humano (vid. la venganza ¿realmente consumada? de Bobby disparando al humo, al vacío, y acertando de lleno…). En la linea de lo desarrollado en anteriores obras características del género, caso de El padrino III (The Godfather, part III. Francis Ford Coppola, 1991) o Atrapado por su pasado (Carlito’s Way. Brian de Palma, 1993) —las cuales también acudían al montaje en paralelo y escenificaban la tragedia de corte operístico—, estas construcciones revelan un cine enérgico de inspiración popular inoculado, con equilibrio, de una pulsión personal y un estilo inteligente.

(Extraido de http://www.miradas.net/2008/n72/actualidad/jamesgray.html)



1 comentario:

Nacho dijo...

Gran peliculón resultó Two Lovers.