19.11.09

Alegato por un cine ridículo, por Manuel Yáñez Murillo


Por un cine ridículo
Por Manuel Yáñez Murillo


La búsqueda de lo sublime tiene un precio. Lo apuntaba Baudelaire, no sin cierto dramatismo poético, cuando remataba su emblemática apología del ser “sublime sin interrupción” con otro tajante imperativo: “El dandy debe vivir y morir ante el espejo”. Soflama aforística en la que el poeta revelaba los pilares de una concepción romántica y trágica del arte: el compromiso estético, la autoconciencia y, finalmente, el sacrificio. En conjunto, una dedicación y entrega que tenía como destino final la muerte. La presente columna pretende rastrear la obra de algunos cineastas que han hecho de la búsqueda de lo sublime una de las premisas de su trabajo, pero que, sin embargo, lejos (o no tanto) de presentarse como mártires de la condición artística, han encontrado otra vía de escape para rendir cuentas con el mundo: la convivencia con lo ridículo.

Pero vayamos por partes. Cuando, en el marco de la crítica de arte, se hace referencia a lo sublime o lo ridículo no debemos perder de vista que se trata de consideraciones altamente subjetivas, y que, por lo tanto, tienen mucho que ver con el pacto que firman obra y receptor. Además, si hablamos de cine, el “espectador” suele descubrirse transformado en parte de una masa informe de individuos (eso que los diseñadores de marketing llaman “público”), lo que facilita la intervención de los prejuicios sociales en la experiencia artística. El primero de los prejuicios en emerger suele ser una (injusta) exigencia de sofisticación, que responde a la extrema codificación del cine mainstream. En este contexto, es fácil que una de las líneas de diálogo más maravillosas del cine del siglo XXI despierte el desconcierto o la incomodidad del “público”: “Cuando te di la cinta de The Clash, se me olvidó darte mi corazón. Te lo doy hoy... Aquí está. ¿Puedes sentirlo?”. Es el deseo y la entrega invocados en toda su esencia y simplicidad, la declaración del soldado enamorado de Tropical Malady, de Apichatpong Weerasethakul. Pero entonces, ¿qué postura tomar cuando la belleza en su estado primigenio es acusada de ridícula o, más aún, de estúpida? No cabe otra opción que ondear la bandera de lo naif y proclamar a los cuatro viento: ¡Viva el cine ridículo!

Ya lo reclamaba Kent Jones en su crónica del Cannes 2008 para Film Comment, titulada Don’t be so naive! (¡No seas tan ingenuo!, consultable aquí). Relativamente alarmado por las reacciones del “público” canino ante los nuevos films de Philippe Garrel o Lucrecia Martel (la recta final de la proyección de La frontière de l'aube había desatado un festival de carcajadas), Jones denunciaba la intolerancia que despierta la búsqueda deliberada de una cierta pureza cinematográfica ¿Existe una suerte de tabú ante la expresión íntima, desnuda e impudorosa de los sentimientos y la conciencia (histórica, política o artística) en el cine?

En varias de las columnas que he escrito para OtrosCines.com me he ocupado de celebrar la impureza de la imagen contemporánea, su capacidad para dialogar con una realidad superpoblada de estímulos audiovisuales (TV, Internet y otras pantallas). Sin embargo, tengo la impresión de que este fenómeno, sumado a la búsqueda de una estandarización del gusto por parte del poder mediático-industrial, nos aleja cada día más del cine más elemental, aquel que persigue la verdad por encima del adorno. Para combatir ese efecto, qué mejor que limpiar la mirada bañándose en las plácidas y anticuadas aguas de un film de Manoel de Oliveira. Estoy casi convencido de que su última película, Singularidades de uma Rapariga Loura, es una obra maestra. En apenas 64 minutos, el centenario director portugués esquematiza y poetiza un relato corto de Eça de Queirós sobre la efervescencia del amor platónico, el cauce incontenible de la belleza, la lucha del individuo contra la rigidez social y la ironía del destino. La película tiene innumerables momentos de esplendor. Cada imagen encuadrada (literalmente, gracias al reivindicable 1:33:1) y cada palabra declamada es un puro goce para los sentidos. Sin embargo, la gloria, como bien me apuntaba el amigo Álvaro Arroba, llega cuando Macário, personaje interpretado por Ricardo Trepa, no puede contener su alegría de joven enamorado y estalla en un baile sin música (de unos 10 segundos) absolutamente ridículo: circular, arrítmico, aparatoso, caótico; aunque al mismo tiempo encantador y desacomplejado (más que robótico, sinuosamente ortopédico, que decimos con algo de incorrección en España). Un puro aspaviento que apunta, en su euforia total, hacia lo abstracto, hacia el trazo icónico y el tallo escultural. Y, como no, hacia lo sublime.

Hace unos días, pensaba en la audacia y bravura del “cine ridículo” mientras revisaba Maridos / Husbands, de John Cassavetes, gran ejemplo de cineasta “sublime sin interrupción”. En este caso, la aparición de lo ridículo resulta inmanente a la esencia metodológica del director de Faces. Se trata de una cuestión intemporal, independiente de la relación del film con los paradigmas estéticos de un determinado periodo. Además, lo ridículo en Cassavetes, y en particular en Husbands, tiene menos que ver con el patetismo y el gusto por el exceso de los personajes protagonistas (insuperable trío formado por Gazzara-Falk-Cassavetes) que con el tiempo desmesuradamente prolongado que el director dedica a su contemplación. La verdadera y profunda extravagancia de la película brota gracias a la desestabilización del tempo narrativo, a la lucha contra el academicismo. Podría decirse que lo ridículo emerge como síntoma de una negativa a someterse a las leyes de lo armónico y lo naturalizado, el peaje que exige la búsqueda del clímax perpetuo, temperamental en el caso de Cassavetes, hierático y ritual en Bresson, bruto y poético en Pasolini.

Más hipótesis: el verdadero “cine ridículo” es visceral por naturaleza y es justamente su condición ridícula su único pecado de inconsciencia. De hecho, su comicidad no responde a la voluntad expresa del autor, sino al reconocimiento del admirador devoto. Un ejemplo reciente se puede encontrar en la secuencia de créditos final de Napoli Napoli Napoli, en la que el siempre excesivo Abel Ferrara se filma mientras ofrece un concierto de rock a las mujeres napolitanas encarceladas cuyos testimonios conforman el esqueleto del film. Ferrara aporrea la guitarra cual Johnny Cash tele-transportado en el espacio y el tiempo desde la mítica prisión de Folsom. Exhibicionismo y pasión dan forma a una secuencia que expresa el compromiso y generosidad de Ferrara ante lo real. Resulta ridículo por lo imprevisto, pero encaja a la perfección en la lógica visceral del cineasta. Y que quede claro, la vergüenza ajena nada tiene que ver con esto (no estamos ante un ejemplo de Nueva Comedia Americana), ni tampoco la falta de medios (no se trata de una adoración cinéfaga de serie Z, no hay Ed Woods en este club de “cineasta ridículos”).

Para terminar, dos ejemplos más de grandes directores que han explorado, recientemente, las posibilidades de lo ridículo en su cine. En primer lugar, Alain Resnais, que en su último film hasta la fecha, Les herbes folles, violenta los límites de lo verosímil para confeccionar un grácil elogio de la energía fabuladora del cine. Sin miedo a incurrir en lo naif, Resnais construye una historia de amour fou entre el cinéfilo Georges (André Dussollier) y la aviadora Marguerite (Sabine Azéma), en la que el deseo y la pasión consiguen romper con los protocolos sociales y el academicismo narrativo. Un delirio lúdico, lúcido, incandescente y moderno que no teme transitar el territorio de lo ridículo en su apetencia por la conquista de lo sublime.

Por último, cabe mencionar la nueva película de Paul Schrader, Adam Resurrected, que compite en visceralidad, barroquismo y excentricidad con Tetro, de Francis Ford Coppola. La comparación no es trivial, ya que mientras en el film de Coppola se materializa el mayor peligro del “cine ridículo”, el ensimismamiento inoperante, Schrader consigue esquivar el abismo de la autoindulgencia y elabora un sólido relato sobre las cicatrices psicológicas que atormentan a un superviviente del holocausto nazi. Jeff Goldblum está apropiadamente sobreactuado (su especialidad, habitualmente desaprovechada) en la piel de Adam Stein, un mago e ilusionista obligado a convertirse en el animal de compañía (debe comportarse como un perro) de un comandante nazi interpretado por Willem Dafoe. La cámara se mueve con liviana solemnidad por la tortuosa historia de Stein hasta que, como es habitual en la obra como director de Schrader, hace acto de presencia la desmesura de la mano del fantasma corpóreo de Dafoe, que viene a rendir cuentas con Goldblum/Stein, azotado por el sentimiento de culpa y el descreimiento ante Dios. Es la materialización de un gusto por el exceso que podría conectarse con la exhuberancia plástica de Brian De Palma, otro cineasta aficionado a poner a prueba el sentido del ridículo de sus adeptos.

Sí, la búsqueda de lo sublime tiene un precio, aunque ese tributo que deben pagar algunos cineastas ante el “público” puede convertirse en el dulce secreto (afrodisíaco y/o sagrado) del “espectador” entrenado en la degustación de lo ridículo. Repitamos una vez más: ¡Viva el cine ridículo!

Publicado en http://www.otroscines.com/columnistas_detalle.php?idnota=3509&idsubseccion=13

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