5.3.09

Víctor Érice por Víctor Érice (parte 1): El espíritu de la colmena


Especial de tres posteos sobre Víctor Érice, empezando por El espíritu de la colmena.


P.- Existía, pues, como un rechazo (o mejor, un vaciado) del personaje. He apuntado uno de los posibles motivos: la presencia del mito; el tratarse, además, de una historia en la que el mito se contemplaba a través de los ojos de una niña. Quizás puedan percibirse otros.


V.E.- A veces pienso que para quienes en su infancia han vivido a fondo ese vacío que, en tantos aspectos básicos, heredamos los que nacimos inmediatamente después de una guerra civil como la nuestra, los mayores eran con frecuencia eso: un vacío, una ausencia. Estaban -los que estaban-, pero no estaban. Y ¿por qué no estaban? Pues porque habían muerto, se habían marchado o bien eran unos seres ensimismados desprovistos radicalmente de sus más elementales modos de expresión. Me estoy refiriendo, claro está, a los vencidos; pero no sólo a los que lo fueron oficialmente, sino a toda clase de vencidos, incluidos aquellos que, independientemente del bando en que militaron, vivieron el conflicto en todas sus consecuencias sin tener una auténtica conciencia de las razones de sus actos, simplemente por una cuestión de supervivencia. Exiliados interiormente de sí mismos, la experiencia de estos últimos me parece también una experiencia de vencidos, llena de patetismo. Terminado lo que consideraron como una pesadilla, muchos volvieron a sus casas, procrearon hijos, pero hubo en ellos, para siempre, algo profundamente mutilado, que es lo que revela su ausencia. Quizás esto explique un poco el tratamiento que hemos dado a las figuras del apicultor y su mujer; tratamiento en cuya base existe, a nivel de guión literario, una labor de decantación de todo el material acumulado.

P.- La película refleja muy bien el clima de la Castilla de los años cuarenta, a pesar de haber eliminado las referencias muy concretas...

V.E.- Esta impresión es muy curiosa. Personalmente no sé qué decir. Nunca estuve en Castilla por esa época. Ángel, que es de la provincia de Toledo, sí. De todos modos, yo diría que en la película el ámbito histórico se halla interiorizado, sumergido dentro de una perspectiva en cuya base existe un desdoblamiento fantástico de lo real; lo cual no impide que, a partir de esa perspectiva, y a través fundamentalmente del subconsciente del espectador, pueda decantarse el sentimiento, la respiración de un tiempo determinado. En esta cuestión, como en tantas otras, pienso que es imprescindible partir de una consideración previa de la verdadera naturaleza cinematográfica de la obra. Comprendo que los que tiendan a quedarse con una visión más directa e inmediata de la realidad no compartan este tipo de razonamiento, al que pueden considerar como demasiado subjetivista y ambiguo. Consideraciones críticas de este tipo, que suelen manejar habitualmente criterios sociologistas, me parecen una consecuencia inevitable, casi fatal, de esa contradicción moderna, socialmente establecida, entre historia y poesía. Hace un momento, para explicar el tratamiento dado en la película a las figuras de los padres, me refería a una serie de impresiones de infancia íntimamente relacionadas con una forma de interiorizar determinados aspectos de una situación histórica. Al usar esta referencia, lo que intentaba, forzado por las circunstancias, era reconvertir en historia lo que surgió como una necesidad poética. Se trata, a la vista está, de un intento cuya condición última, aquí y ahora, es el fracaso. De ahí que sólo quepa la alusión. Porque esas impresiones, pero sobre todo esa necesidad, al encarnarse en imágenes, al hacerse escritura, entran en esa región llena de luces y de sombras en la que vive el mito, contradiciendo y transfigurando el tiempo histórico, pero sin llegar a detenerlo. Surge así ese desgarramiento, esa tragicidad de la escritura contemporánea, a la vez portadora, como dice Roland Barthes, de la alienación de la Historia y del sueño de la Historia; tragicidad que esas consideraciones críticas a las que he aludido antes, refugiadas por lo general dentro de una conciencia positiva, utilitaria y «feliz» del lenguaje, ignoran o ponen entre paréntesis.

P.- La infancia está vista en tu película como un nacimiento, un descubrimiento...

V.E.- Es cierto. Sobre todo, en lo que se refiere al personaje de Ana, del cual puede decirse que recorre un itinerario que va de la dependencia absoluta a la asunción de una cierta aventura personal. Es posible hablar de esta aventura en términos de iniciación, de conocimiento, de renacimiento incluso; aunque creo que, en sus últimas consecuencias, si algo la caracteriza es una suerte de misterio; algo que a nosotros, espectadores al fin y al cabo, quizás sin remedio se nos escapa. En cualquier caso, sin Isabel no podría existir esa Ana última. El papel que cumple es, pues, muy importante. Lo patético de Isabel es que no cree en el alfabeto que, casi sin darse cuenta, provoca; para ella es un juego. De ahí que a un cierto nivel sólo sea capaz de simular, de disfrazarse, de representar, de dar un susto. No puede convocar al fantasma. En la última escena en la que aparece, su miedo ante las sombras nocturnas es de una categoría distinta al de su hermana. Porque Ana tiene algo que falta a Isabel: que cree en el monstruo, y lo busca firmemente, hasta sus últimas consecuencias. De alguna manera, aunque sea primaria, las trayectorias conjuntas de las dos hermanas vienen a reproducir esa dialéctica entre mentira y verdad («¿jugamos de verdad o jugamos de mentiras?»: esa clásica expresión que los niños utilizan con frecuencia, entre ellos, para precisar su forma de participar en un juego) que es sustancial en determinados procesos de conocimiento. Hay algo hermoso, y quizás también autodestructor, en Ana: su necesidad absoluta de saber. Por eso, en cierto momento se diría que convoca al fugitivo, una figura que puede ser considerada como una especie de recreación interior de sí misma: ella lo lanza a la acción del film. A partir del contacto con la niña, a ese hombre, que nunca pronuncia una palabra, lo matan. De ahí el enigma que, en esa parte de la película, rodea al comportamiento de Ana; de ahí también que su único lenguaje, como en el caso del monstruo, sea el del silencio; mejor aún: el de una mirada.

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