12.2.10

El crítico Manuel Yáñez Murillo realiza un análisis negativo de las nominaciones al Oscar


Visión crítica de la temporada de los premios Oscar 2010

Por Manuel Yáñez Murillo


Atención: este texto revela algunos aspectos importantes de los argumentos. Se recomienda leerlo luego de haber visto las películas.


Mucho se ha debatido y teorizado sobre la condición espectral de la imagen cinematográfica. Hasta tal punto, que la materia en sí (la presencia de fantasmas en el cine) se ha convertido en una suerte de lugar común, pasto de columnistas desesperados por encontrar una veta con la que hilvanar una visión de conjunto del cine actual. Así, con este autorretrato poco favorable (aunque también autoindulgente) emprendo la revisión del funesto último mes que he pasado entre las fauces del cine norteamericano.

Como es habitual por estas fechas, asalta las pantallas una avalancha de títulos englobados bajo la etiqueta de “candidatos al Oscar”. Una estrategia de mercadotecnia en la que todo barómetro artístico queda reducido a una cuestión de azar. Hay años en los que a uno le da por pensar que la confluencia de “nominados de interés” (como hace dos temporadas, con Petróleo sangriento / There Will Be Blood y Sin lugar para los débiles / No Country for Old Man) puede ser un síntoma de una cierta tendencia del cine norteamericano. Pero sólo hay que esperar uno o dos años para renegar de ese tipo de argumento. De esta manera, desde el escepticismo respecto a las “tendencias globales”, permítanme observar el modo en que las (poco destacables) candidatas al Oscar de este año abordan la figura del fantasma, entendida en su vertiente más polisémica: como espectro del pasado, como manifestación del subconsciente, como fuga imaginaria, o incluso como condena a la que son sometidos los personajes por parte de su director.

Empecemos con el caso más evidente, el de Invictus, película en la que Clint Eastwood intenta llevar al cine la magnífica novela El factor humano, de John Carlin de la mano del discreto guionista Anthony Peckham (Don't Say a Word, Sherlock Holmes). Como no podía ser de otro modo, Peckham transforma la arborescente y polifónica investigación de Carlin en torno a la historia de Nelson Mandela (una asombrosa fábula de imposible humanismo y audacia política), en un tête à tête entre dos figuras de gran potencial cinematográfico: Mandela y François Pienaar, el capitán de la selección sudafricana de rugby en quién recae la responsabilidad de dar esperanza a una nación necesitada de héroes conciliadores.

En teoría, la aproximación al material debía ofrecer una inmejorable ocasión para que Eastwood sacara provecho de su buena mano para la narración intimista, aquella capaz de revelar su complejo entramado psicológico mediante el óptimo abordaje a los viejos arquetipos (el maestro, el héroe trágico, el aprendiz…) y a los rostros en sombra. Sin embargo, demasiado preocupado por modular un discurso abierto a la grandilocuencia de la épica deportiva, Eastwood sucumbe ante una estética que carece de los pliegues y matices necesarios para que el diálogo entre Mandela y Pienaar adquiera la justa resonancia. Así, el esperado y espectacular clímax final, propio de una retransmisión del canal deportivo ESPN, se eleva sobre un vacío narrativo que conduce a la apatía.

De forma apresurada, Invictus intenta resolver su incapacidad para evocar un espíritu de colectividad acudiendo a esquemáticos personajes secundarios (como la sirvienta negra de la familia Pienaar, que no aparece en la novela de Carlin) y demuestra la fragilidad de sus cimientos en una escena protagonizada por un fantasma.¿Cómo resumir los 27 años que pasó Mandela en la cárcel, sometido a todo tipo de vejaciones? ¿Cómo plantearlo cuando se ha tomado la decisión de aferrarse a la narración lineal y en estricto presente? En las escuelas de guionistas de Hollywood lo tienen claro: nada mejor que una aparición. En este caso, la del espectro de Mandela, que se le aparece a Pienaar en una visita a la prisión de Robben Island. En el plano teórico, podría llegar a discutirse si la aparición del fantasma de Mandela puede interpretarse como un síntoma de la presencia espectral del clasicismo en el cine de Eastwood; sin embargo, la evaluación más directa no deja lugar a dudas: se trata de un vulgar atajo narrativo, un simple y efectista as bajo la manga.

Pasemos ahora a otro de los pesos pesados de la cinefilia actual: esa entelequia a la que llamamos “los hermanos Coen”. Después de la nefasta Quémese después de leer / Burn After Reading, en la que la brutal misantropía de “los hermanos” le ganaba la partida a la deconstrucción posmoderna del cine de género (la batalla central de su irregular filmografía), ahora los Coen se toman, en Un hombre serio / A Serious Man, su particular vendetta contra la Norteamérica suburbial y judía en la que les toco crecer.

Regodeándose en su talento para la escritura tipológica -encadenando fábulas religiosas y matemáticas con personajes secundarios que no desentonarían en un episodio de Los Simpson-, los Coen se dedican a hacerle la vida imposible a su apocado y neurótico protagonista (un sorprendente -por desconocido- Michael Stuhlbarg, que demuestra una habilidad para la mueca digna de Jim Carrey). En conjunto, el escaparate perfecto para que los directores vuelvan a demostrar el paternalismo y condescendencia con el que observan a sus vulgares y divertidos homo non sapiens. De entre los tics más molestos acuñados por “los hermanos”, el más detestable de todos me parece aquel mediante el cual asesinan de forma llamativa a alguno de sus secundarios. Muertes caprichosas que no tienen nada de arbitrarias. En Quémese después de leer, mataban del modo más absurdo e innecesario al único personaje con algún rastro de humanidad (el Ted Treffon interpretado por Richard Jenkins), mientras que en Un hombre serio la víctima es el más hipócrita de los títeres de la función, el amante de la mujer del protagonista. Este asesinato, además de sumarse al cúmulo de acontecimientos que conducen a la crisis existencial del protagonista, permite la entrada en escena de un maquiavélico fantasma con ansias de venganza. El "ingenio" de los Coen no tiene parangón.

Llega el turno de Preciosa (Precious: Based on the Novel Push by Sapphire), una película que, con toda seguridad, provocará airadas reacciones, a favor y en contra, allá por donde pase. Desde el lado de los detractores, intento comprender la admiración manifestada por un importante sector de la crítica norteamericana (entre los que cabe incluir a una mente brillante como Amy Taubin). Pero no llego a encontrar más razones que el frágil argumento sociológico (la necesidad de crear un espacio cinematográfico con el que pueda identificarse la comunidad afroamericana) y la, de por sí, insuficiente apelación referencial (se supone que el melodramatismo de la propuesta engarza con el de Douglas Sirk).

Antes de entrar al análisis, permítanme listar el cúmulo de miserias que afectan a la protagonista de la película, Precious, todas ellas mostradas en los primeros minutos del film: 1) Vive en la zona más marginal del barrio de Harlem de Nueva York. 2) La chica sufre de sobrepeso y se siente acomplejada. 3) Su despótica madre la somete a abusos psicológicos, físicos y sexuales. 4) Fue violada por su padre desde niña. 5) Su primer hijo, fruto de las violaciones de su padre, tiene síndrome de dawn. 6) Está embarazada de un segundo hijo. Y eso no es todo. Nueva penurias van golpeando a Precious mientras avanza el relato; basado, como anuncia el título, en una emblemática novela de la poetisa y activista social afroamericana Sapphire.

¿Cómo sobrellevar narrativamente tal cúmulo de factores dramáticos? Lee Daniels, el director, arrincona cualquier tipo de pudor para recrearse en las penurias de Precious. Y lo hace mediante un montaje entrecortado y efectista, procedente de la cultura pop, que aspira a sondear el universo interior de la protagonista, pero que no pasa de ser una cruel imposición de la mano demiúrgica de Daniels. El intento de penetrar en la subjetividad de Precious alcanza su cénit en la construcción de una figura fantasmal: una Precious que habita un idealizado universo paralelo. Ese mundo aparte, abonado al kitsh más visceral, toma en ocasiones la forma de un videoclip lleno de ampuloso y frívolo glamour.

También emerge cuando Precious se mira al espejo y descubre que su imagen reflejada es la de una chica rubia y delgada. Aunque la joya de la corona llega cuando se traslada, junto a su madre, hasta el interior de las imágenes de Dos mujeres / La ciociara (1960), de Vittorio de Sica. El argumento bajo el cual se escuda Daniels es evidente: todo vale cuando se trata de denunciar con furia una determinada injusticia social. Un discurso que se centra en los motivos y los métodos para olvidar las consecuencias. Y es que Precious no hace más que alimentar una cultura abocada a un sensacionalismo que amenaza con convertir no sólo el arte, sino también la idea de “información” y “entretenimiento”, en escaparates de la más abyecta pornografía sentimental.

Después de ver Precious por segunda vez (necesitaba corroborar la impresión me había dejado la película en Cannes, antes de que se generase el revuelo crítico), pensé que el grado de indignación que podía provocarme una película había tocado techo, pero entonces llegaron Jason Reitman y George Clooney con su Amor sin escalas / Up in the Air. Intentaré ser claro y conciso. De partida, en su tramo inicial, la película me arrastró a su terreno: la chispeante observación del hedonista modo de vida de Ryan Bingham, el hombre cínico y embaucador que interpreta George Clooney. Me parecía que había algo sugerente en el modo en que Reitman transformaba a este sociópata contemporáneo, un verdugo ejecutor de los designios de la clase privilegiada, en el protagonista de una comedia amable, de corte clásico.

En este sentido, ¿no resulta evidente que los personajes de Clooney y la maravillosa Vera Fermiga son trasuntos edulcorados del Patrick Bateman de Psicópata americano / American Psycho? ¡Con qué pasión, elegancia y sofisticación compiten por ver quién tiene más y mejores tarjetas de crédito! Sin embargo, estaba claro que la película no podía sostener su tono fársico por demasiado tiempo. La ruptura llega con la aparición de una jovencita (Anna Kendrick) decidida a transformar el modus operandi profesional de Bingham (el despido cara a cara) mediante el uso de los adelantos de la tecnología digital, en particular: la video-conferencia. La idea es simple: ya no es necesario desplazarse hasta el lugar de los hechos para echar a aquellos empleados cuyo jefe no tiene el coraje de despedir, sino que ahora es posible realizar estos despidos en serie a través del video-chat.

La hipótesis es demasiado audaz como para no evaluarla en detalle. Amor sin escalas pretende situarse en una posición (evidentemente) crítica respecto a la vileza moral de lo que expone. Sin embargo, ¿qué nos dicen sus imágenes? ¿Cómo filma Jason Reitman a los trabajadores despedidos por Bingham? Pues mediante unos brevísimos testimonios a cámara en los que, en pocos segundos, cada trabajador expresa su sorpresa, indignación o resignación ante la mala noticia. El único trabajador que merece un trato deferente (algo más que unos pocos segundos de metraje) es aquel al que da vida el actor J.K. Simmons. Lo que acontece merece el calificativo de asombroso: este hombre, abatido por la noticia de su despido, es consolado por Bingham mediante la simple apelación a su secreta y frustrada vocación de chef gastronómico. Todo el dolor de una familia aniquilada financieramente se solventa mediante un improbable reciclaje profesional. Sí, en defensa de la película, puede argumentarse que, desde un principio, se expone con claridad la crudeza de los métodos utilizados por Bingham, aun así es innegable que la secuencia persigue exaltar las cualidades “humanitarias” del protagonista. No en vano, el personaje de Simmons abandona la escena con una de las inconfundibles, resignadas y tranquilizadoras semi sonrisas que tan bien sabe esbozar este excelente actor. En mi opinión, estamos ante la ejecución cinematográfica de un crimen: desde el primer momento, la película hace suyos los miserables mecanismos del despido por video-conferencia, reduciendo a los trabajadores (y su sufrimiento) a la condición de espectros prescindibles, fantasmas que transitan por la película sin dejar huella en la narración. Puede que sea una operación inconsciente, pero las imágenes del film hablan con una locuacidad formal incontestable.

A esta preocupante certeza, cabe sumarle otra sospecha, que atañe al personaje de Clooney y que remite a una pérfida doble operación: moral e ideológica. Por una parte, el moralismo de Reitman se desata por completo en la parte final del film, cuando Bingham toma consciencia de sus "fallos" en una subtrama familiar (la boda de la hermana) de un esquematismo alarmante, y es finalmente castigado mediante una flagrante trampa narrativa (en mi opinión, es literalmente imposible ver venir la resolución del romance del protagonista). Aunque lo peor no es esto, sino otra idea que se va tejiendo paulatinamente en el trasfondo ideológico del film: la progresiva recolocación de Clooney como sostén moral de la película, una vez que un mal “mayor” (encarnado por la ambiciosa jovencita) aparece en escena.

Poco a poco, vamos conociendo la fragilidad de la fachada tras la que se esconde el protagonista, cuestión desplegada gracias a uno de los trucos más agotados del manual de guionista de Hollywood: la crisis que sufre Bingham en su labor como motivational speaker (comparen los previsibles y civilizados discursos de Clooney con las salvajes y mordaces diatribas del Tom Cruise de Magnolia o el Alec Baldwin de El precio de la ambición / Glengarry Glen Ross… no hay color). Pues bien, una vez ya se nos ha obligado a compadecer al pobrecito Clooney, un hombre subido a la ola de la explotación del mal ajeno, Amor sin escalas remata su argucia final: convencernos de que, en el contexto de la crisis económica actual, no existen los culpables: todos somos víctimas. ¿Pero es realmente así? ¿Son equivalentes el sufrimiento de Clooney/Bingham, recompensado con la empatía que muestra hacia él Reitman, y el de los trabajadores condenados al desempleo, reducidos por el director a la condición de anecdóticos bustos parlantes?


(Extraido de http://www.otroscines.com/columnistas_detalle.php?idnota=3764&idsubseccion=13)

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