10.6.08

El cine militante argentino, por Fernando Martín Peña




Luz, cámara y acción política


DESDE FINES DE LOS 60, CIERTO CINE ARGENTINO APOSTO, EN LA CLANDESTINIDAD, A SER UN ARMA POLITICA. AQUI, UNA REVISION DE ESA HISTORIA CASI SECRETA Y LA PREGUNTA INEVITABLE: ¿EXISTE HOY UN CINE MILITANTE?


En lugar de presentarse como potenciales negocios, estos filmes se presentan como soportes de todo aquello que la versión oficial omite o niega, como obras que muestran y dicen lo que no puede mostrarse ni decirse, como vehículos de contrainformación. Esa vocación es la condición prioritaria del cine militante: estos filmes necesitaron o necesitan alguna forma de clandestinidad precisamente por obstinarse en la oferta de esa otra información.Entre 1968 y 1973 el cine militante circuló clandestinamente gracias al apoyo de distintas organizaciones políticas, que permitieron montar un circuito alternativo de distribución y exhibición informal pero eficaz. Con el enemigo al frente, claro y definido, el cine militante de entonces cumplió con la necesidad popular de ser la voz de los sin voz. Hoy en día el panorama no es tan claro, aunque el cine militante sigue existiendo.La voluntad de contrainformar sigue siendo el gran punto de convergencia del cine militante argentino, lo que une las obras de ayer con las de hoy, lo que mejor vincula una película irreductiblemente peronista como La hora de los hornos, de Fernando Solanas y Octavio Getino, con otra que no está contaminada con todo lo que es la retórica populista, como Los traidores (1973). Y si contrainformar no fue la única prioridad de los cineastas militantes del pasado, fue por lo menos la que los años han mantenido como la más consistente. Incluso en las películas que en su momento se quisieron de agitación -como La hora... o los comunicados que Raymundo Gleyzer filmó para el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)-, esa intención queda hoy subordinada a la función informativa: cifras, fechas, nombres, datos de la historia política y económica pacientemente enumerados preceden siempre al llamado a la acción.La descripción de las inhumanas condiciones de trabajo en el frigorífico Swift de Rosario, por ejemplo, toma en uno de los comunicados del ERP mucho más metraje que la justificación del secuestro de su gerente Stanley Sylvester. La validez de esos datos será cuestionada y desmentida por los poderes, desde luego, pero ese era un efecto secundario previsto.Por otra parte, el cine militante no sólo contrainformó ofreciendo datos y estadísticas. Al cine de ficción comercial entre 1966 y 1973 jamás se le hubiera permitido tratar el martirio de los fusilados de José León Suárez como lo hizo Jorge Cedrón sobre el libro de Bayer en Operación: Masacre (1972), ni la inconveniente saga de Los Velázquez (Pablo Szir, 1970/72), ni la progresiva corrupción del dirigente sindical que describió Raymundo Gleyzer en Los traidores, ni las implicaciones políticas del mito popular El familiar (Octavio Getino, 1972). A ningún cineasta industrial se le hubiera ocurrido colocar al frente de sus elencos a Julio Troxler, que ya era una leyenda de la resistencia peronista, como lo hicieron Cedrón en Operación: Masacre o Solanas en Los hijos de Fierro (1972/75).Los pocos ejemplos de cine de ficción militante previos a 1968 comparten esa voluntad de ver lo que nadie ha visto y la consiguiente necesidad de cierta clandestinidad. Hugo del Carril hizo Las aguas bajan turbias (1952) pese a la oposición del secretario de Informaciones Raúl A. Apold y con su argumentista, Alfredo Varela, preso y omitido en los títulos. Fernando Birri hizo primero Tire dié (1958/60) y después Los inundados (1961), pero el Instituto de Cine le negó premios y subsidios, además de obstruir su participación en festivales internacionales. Los cuarenta cuartos (1962), un excelente mediometraje de Juan Oliva sobre el problema de la falta de vivienda en Santa Fe, fue prohibido por un decreto del Poder Ejecutivo. Desde el golpe de Onganía, en 1966, resultó todavía más evidente que nadie podía esperar un crédito del Instituto para narrar El camino hacia la muerte del Viejo Reales (1968/71) como decidió narrarlo Gerardo Vallejo.Más directamente, para cualquier militante de 1972 eran contrainformación el rostro y la voz de Juan Domingo Perón sostenidos durante las largas entrevistas que otorgó a Solanas y Getino, y que éstos condensaron en dos largometrajes (Actualización política y doctrinaria para la toma del poder y La revolución justicialista), que son un modelo de organización formal. O las imágenes del Cordobazo, del Viborazo y de los otros alzamientos populares adyacentes que quedaron registrados -sin el filtro de la TV- en el filme Argentina, mayo de 1969: los caminos de la liberación (1970) gracias a diez realizadores, entre los que se contaban Solanas, Getino, Humberto Ríos, Eliseo Subiela, Nemesio Juárez y Enrique Juárez. En 1972, mientras rodaba Los traidores, Raymundo Gleyzer realizó a toda velocidad el corto Ni olvido ni perdón, que desmentía prolijamente la construcción elaborada por el poder sobre la masacre de Trelew, proporcionando las circunstancias de ese crimen, los nombres de los responsables, la conferencia de prensa que había dado el grupo de evadidos poco antes de entregarse y los rostros de cada una de las víctimas. Y así como la ficción quedaba delatada por un minucioso relato de los hechos, los terroristas abatidos eran mostrados con toda la humanidad que tales rótulos les negaban.En esta misma línea, seis egresados de la Escuela de Cine de La Plata llegaron a realizar un largometraje exclusivamente dedicado a documentar el máximo horror del militante: la tortura, con sus implicaciones de sufrimiento físico, quiebre y delación. El filme se llama Informes y testimonios (1973) y alterna la documentación pura con escenas reconstruidas a partir de las declaraciones de detenidos. Minuciosas, distantes, casi quirúrgicas, esas escenas fueron concebidas para conjurar el espanto mediante su designación. Fue una especie de Nunca más de los gobiernos militares de Onganía, Levingston y Lanusse: anticipó horrores posteriores y el exterminio en masa, pero también el surgimiento de las Madres de Plaza de Mayo.La llamada primavera camporista (en 1973) permitió, por un tiempo, que algunas de las películas militantes abandonaran la clandestinidad. Así se produjeron los estrenos de Operación: Masacre, de Informes y testimonios y de la primera parte de La hora..., mientras las exhibiciones informales en 16 milímetros se incrementaban, ahora sin la presión de la persecución policial. Hasta los productores comerciales se animaban a rozar la militancia con filmes basados en asuntos hasta entonces impensables, como La patagonia rebelde (1974) o Quebracho (1974).Otros, como Gleyzer, prefirieron conservar un manto de duda que se confirmó rápidamente tras la muerte de Perón y el recrudecimiento de la represión. En pleno gobierno de Isabel, Gleyzer y su grupo terminaron el documental Me matan si no trabajo y si trabajo me matan, sobre la lucha de un grupo de obreros afectados por el saturnismo.De nuevo, la contrainformación se justificaba porque de la agonía de esos obreros Nadie se entera, ni la presidente, y porque los pocos políticos que se muestran solidarios (como Rodolfo Ortega Peña) son sistemáticamente asesinados. Como lo fue el propio Gleyzer dos años después, o como lo fueron otros cineastas que decidieron sumarse activamente a la lucha armada, como Enrique Juárez o Pablo Szir. Los que sobrevivieron no tuvieron más opción que el exilio. La junta del 76 no dejó ningún espacio para el disenso.La producción de los argentinos en el exilio fue esporádica, pero en algunos casos se mantuvo militante. Jorge Giannoni hizo en Cuba el largometraje Las vacas sagradas, sobre la continuidad de los poderes económicos en la Argentina. Parte del grupo de Gleyzer, instalado en Perú, realizó el cortometraje Las AAA son las tres armas, tomando como argumento la carta que Rodolfo Walsh dirigió a la junta en 1977, un verdadero modelo de contrainformación.Desde Francia, Jorge Cedrón hizo el largometraje Resistir (1978), que recorre la historia de la resistencia peronista en general y de Montoneros en particular desde una doble referencia: la primera, una larga entrevista con Mario Firmenich; la segunda, la evocación de un militante anónimo escrita por Juan Gelman y el propio Cedrón. Las volteretas de la dirigencia de Montoneros hicieron que la película perdiera pronto toda representatividad y nunca llegó a tener mucha difusión (de hecho, hasta ahora nunca ha sido vista públicamente en la Argentina), pero el tiempo la ha convertido en un documento singular. Una mirada atenta revela, además, el nervio de Cedrón en el manejo del abundante material documental y su capacidad para lograr, a pesar de Firmenich y gracias al segundo relato, que la evocación de esa gesta tenga su correspondiente dimensión humana.El cine militante argentino salió de su forzoso letargo hacia 1982, con los últimos meses de la dictadura. Con excepción de los cortometrajes documentales del grupo Cinetestimonio y de la obra del posterior grupo Cine Ojo, que siempre alcanzaron algún grado de difusión comercial en salas, las nuevas alternativas de contrainformación aparecieron en los márgenes.El mayor filme que se ha hecho hasta ahora sobre los años de la última dictadura sigue siendo Juan; como si nada hubiera sucedido (1987), de Carlos Echeverría, que no tuvo estreno alguno, no figuró entre las prioridades del Instituto de Cine, sufrió amenazas y atentados y hasta el ataque gratuito, tardío, de algún crítico mal informado. El filme reconstruye el caso de Juan Herman, el único desaparecido de la ciudad de Bariloche: sigue sus pasos hasta un campo de concentración, molesta a los militares responsables de la zona. Su tono y hasta su producción, en 16 milímetros y blanco y negro, lo vinculan directamente con las películas militantes previas a la dictadura.Un cortometraje reciente, denominado Tiempo de elecciones (1998), registra las manifestaciones públicas de un político y las contrapone a las necesidades reales de los habitantes de un asentamiento en Villa Fiorito. El filme muestra a los punteros en acción y describe cómo, confirmado el político en su puesto, la primera consecuencia es el desalojo por la violencia. Obras como Tiempo de elecciones son resultado directo de las nuevas tecnologías: sacan partido de la ligereza y la inmediatez que tiene el video con respecto al cine y que son, mejoradas, las mismas ventajas que en los 70 ofrecía el 16 milímetros frente al formato comercial de 35 milímetros. Se hacen en libertad, con sensibilidad y eficacia, pero como ya no tienen algo equivalente al apoyo que antes ofrecían las organizaciones políticas para la distribución y exhibición, su alcance público es muy limitado.El cine militante de los 70 estaba fuera de la ley; el de los 90 está fuera de la ley del mercado: lo que ayer era clandestinidad política hoy es clandestinidad económica.


Publicado en Clarín, el 20/06/1999.

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