Tercera y última parte de los posteos dedicados al cineasta español Víctor Érice. En el programa 102 de Rastros de Carmín (acá) lo escuchamos durante casi una hora.
P.- ¿Esa política es la que se resume en la frase "el público siempre tiene la razón"?
V.E.- Sí. Es el famoso Veredicto del Público, al que se suele recurrir en nombre de una razón suprema: la Razón del Contribuyente. Lo apuntaba con ironía Rafael Sánchez Ferlosio en un artículo titulado Cultura, ¿para qué?. Veredicto del Público pero ¿de qué público? ¿Es que acaso el Público no es acaso una fabricación previa y permanente desde las alturas, una falsificación de lo que hubiera de gente común y corriente en este mundo? La educación, sobre todo bajo el imperio del audiovisual, a la que un niño se halla condenado desde que abre los ojos, fabrica eso que llamamos tan inocentemente Público, sus gustos, sus necesidades y hasta sus emociones. Es evidente que así, con tan uniformador y potente foco de educación, la demanda de banalidades desde abajo, desde el consumidor, cada día se identifica más con la administración de banalidades desde arriba, desde los medios y los órganos de poder, tanto industriales como culturales.
P.- Se podría decir que, de cualquier modo, el mercado siempre ha estado ahí, y siempre ha incidido en el desarrollo de las artes.
V.E.- No, no siempre, ni del mismo modo. Al menos en lo que al cine se refiere. Lo que sí estuvo presente, desde que las películas fueron consideradas un negocio, fue el comercio. Y existe una diferencia sustantiva entre comercio y mercado. En los primeros tiempos del cinematógrafo, la creación -entre los cineastas primitivos abundaban los creadores, verdaderos artistas que no tenían conciencia de serlo, y eso era lo bueno- se comercializaba de una forma digamos natural. Para entendernos, la obra nacía como una criatura más o menos libre, como por descuido, y luego se entregaba al mundo. Ahora, sin embargo, la inmensa mayoría de las películas tienen que nacer ya vendidas. La máxima que en su día vocearon los productores estadounidenses -"una buena película es aquella que gana dinero y una mala aquella que lo pierde"- ha sido aceptada prácticamente por todo el mundo entero, de modo tal que, a propósito de una película que está en la cartelera, la cualidad suprema que la publicidad maneja son las entradas vendidas, el dinero recaudado; cifras y más cifras que se exhiben para hacer que el espectador considere ese producto como algo necesario, de visión obligada. La auténtica sacralidad no está ahora en la bondad de la obra sino en el mercado.
P.- Usted ha realizado apuntes de los que se podrían deducir líneas generales de una poética cinematográfica personal, con menciones al cine no parlante, al documentalismo de Flaherty o al realismo de exposición de Rossellini, y en la que se siente también la inspiración de la pintura y la poesía. Más que a una tensión narrativa, sus películas parecen aspirar a una tensión poética construida por imágenes en su transcurrir. Se puede decir que su cine está hecho no sólo para ser visto sino además para ser contemplado y aprehendido, demandando una visión prolongada y libre del objeto que sea capaz de recrearlo y enriquecerlo. ¿Esta apreciación es correcta?
V.E.- Sí, lo es. Y creo que expresa muy bien algo a lo que, como cineasta, aspiro. Que las imágenes susciten en el espectador una actitud de contemplación y un descubrimiento es un objetivo que pertenece a los orígenes del cine. No es una aspiración de hoy, teñida de modernidad. Y es cierto que siempre me ha interesado mucho la relación que puede establecerse entre ficción y documental. De ahí las referencias a Flaherty, Murnau, Renoir y Rossellini, que se pueden extender también a los principales cineastas de la Nouvelle Vague francesa. Me conmueve de manera particular el cine cuyas imágenes discurren al compás de los hechos más esenciales de la vida, el que da cuenta sencillamente del paso de los días.
P.- ¿Qué concepción del cine subyace en esos principios o influencias personales?
V.E.- La que se deriva de mi experiencia original como espectador. El cine fue para mí una forma de descubrir el mundo, de formar parte de él en una época, nuestra posguerra, caracterizada por el aislamiento. De ahí que haya entendido el cine como medio de conocimiento, como forma de develar una verdad común, algo que no sé de antemano, quizá porque se ha perdido u olvidado en medio del tráfico de la vida. Al mismo tiempo, intento devolver al cine algo de lo mucho que me ha dado.
P.- ¿Existe detrás de esa idea del cine una cierta dimensión moral?
V.E.- Inevitablemente. Nadie le obliga a uno a ser director de cine: es una elección. Así que dirigir una película es una actividad que compromete. Espero que estas palabras no resulten solemnes. Expresan una característica del oficio de hacer películas que para mí resulta natural, entre otras cosas, porque tengo la impresión de pertenecer a la última generación que ha vivido el cine no sólo como una fiesta, sino también -al menos durante un período decisivo de su experiencia- como una forma de resistencia.
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