29.9.08

Rodrigo Fresán habla del escritor David Foster Wallace




UNO. Hay algo de paradójicamente triste –más allá y muy por debajo de la tristeza sin atenuantes ni gracia alguna– en contar con tan poco espacio para escribir sobre el inmenso, expansivo e inconmensurable David Foster Wallace. Si hubiera algo de justicia espacio-temporal en este mundo, su necrológica debería –correspondiendo a su estilo y estética– ocupar por lo menos todo este periódico y estar bordada con numerosas y exhaustivas notas al pie. Pero no.

Seamos breves: el pasado viernes 12 de septiembre el escritor norteamericano David Foster Wallace (Ithaca, Nueva York, 1962) tomó la decisión de quitarse la vida (aquí debería insertarse una nota al pie explicando en detalle la historia y los diferentes modos de anudar una soga para ahorcarse) y su cuerpo fue encontrado esa noche por su mujer en su domicilio de Claremont, California. Los que lo conocían mucho o bien no parecen haberse sentido muy sorprendidos por la mala noticia.
Buena noticia: esto no pretende ni quiere ser una necrológica. Esto quiere –y esperar ser– una contratapa sobre una de las obras más vivas y seguramente perdurables en la literatura contemporánea Made in USA.


DOS. Y me enteré de la muerte de Wallace mientras leía Bridge of Sighs, la nueva novela de Richard Russo. No creo que entre las muchas necrológicas dedicadas en estos días a Wallace vaya a haber una que mencione a Richard Russo junto a su nombre. Pero –ya lo advertí– esto no es una necrológica. Y no se me hace difícil relacionar a uno y otro escritor. Me explico: Wallace y Russo –cada uno a su manera y desde las antípodas de sus escritorios pero, por lo general, con generoso volumen de páginas y talento– cuentan lo mismo: la desintegración de los Estados Unidos desde la entropía de familias atrapadas en pueblos pequeños o en los inmensos infiernos de estructuras corporativas más o menos eficaces.
De este modo Bridge of Sighs –con su cálido costumbrismo y su lóbrega picaresca– está mucho más cerca de lo que parece de La broma infinita: magnum opus (1079 páginas en mi primera edición norteamericana de 1996, igual número en la reedición subsanando erratas de 2006 y con prólogo de Dave Eggers) por la que Wallace fue celebrado en vida y ahora evocado en la muerte.


TRES. “¿Es David Foster Wallace, como algunos creen, el escritor más importante de su generación? Está claro que cuenta con la combinación necesaria de intelecto, talento y ambición en cantidades extravagantes”, se preguntaba primero y se respondía a medias la entrada que le dedicó The Salon.com Reader’s Guide to Contemporary Authors (Penguin, 2000). Y ahí –voluntaria o involuntariamente– estaba todo el dilema y el enigma. El lanzamiento de La broma infinita fue casi similar al que se dedica a vender a un presidente. Campaña bestial de publicidad y marketing para un libro que descendía directamente de títulos como Los reconocimientos de William Gaddis, El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon, El túnel de William Gass y –antes que nada y nadie– del Tristram Shandy de Lawrence Sterne, del Moby Dick de Herman Melville, de El hombre sin atributos, de Robert Musil, y de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.

Así, La broma infinita gozó y padeció de una enorme atención mediática y mereció ese particular tratamiento que recibe toda Novela King Kong: el de ser adorada por nativos y celebrada por turistas a la vez que se la abate. Los nativos, claro, eran aquellos que venían siguiendo a Wallace desde antes, desde su debut novelístico The Broom of the System (de 1987, que continúa inédito en castellano junto al tratado Signifying Rappers: Rap and Race in the Urban Present (1990), escrito junto a Mark Costello; el resto ha sido publicado por Mondadori, y los relatos o micronovelas reunidos La chica del pelo raro (1989), así como sus formidables ensayos y artículos periodísticos (para muchos lo mejor y lo más influyente y trascendental de su obra) que no demorarían en ser reunidos primero en Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer (1997) y luego en Hablemos de langostas (2005).

Pero The Broom of the System fue y sigue siento uno de esos momentos clave dentro del panorama literario que no es otra cosa que –como la novela de Wallace– el constante eco de un chiste sin final proyectándose hacia el abismo: la vieja y eterna discusión –a eso se refiere Eggers en su introducción– de difícil versus fácil y todo eso. De ahí que no demoraran en aparecer sites de Internet enteramente lanzados a la decodificación de la novela, guías de lectura completamente dedicadas a la explicación y simplificación de los múltiples vericuetos del monstruo, y abundaran las polémicas en los medios y vernissages en cuanto a si Wallace era inventivo o, apenas, un invento. Y fueron muchos y demasiados lo que se olvidaron de decir lo más fácil de decir: que la formidable saga casi-futurista estaba muy pero muy bien escrita y que abundaba en momentos emocionantes y sensibles acercando a Wallace a las tierras de Salinger y Vonnegut a la vez que lo consagraban como el mejor escritor satírico de su generación junto al american psycho Bret Easton Ellis. Y que –tal vez lo más importante de todo para algunos– La broma infinita había sido, seguramente, un libro difícil (entendiendo por dificultad la entrega que le había exigido a su autor) de escribir pero fácil (entendiendo por facilidad el placer que obsequiaba a su lector) de leer.

En una entrevista, Wallace –sobrevivido hoy por colegas y amigos en la misma brecha como Rick Moody, William T. Vollmann o Richard Powers– explicó sus intenciones con sintética claridad: “Yo tuve un profesor que me caía muy bien y que aseguraba que la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”. Misión cumplida entonces.


CUATRO. Y una de las últimas “bromas” de Wallace fue la publicación –en el 2003, en una colección científica, otro libro suyo que no se tradujo porque posiblemente sea imposible de traducir– de Everything and More, subtitulado irónicamente como Una historia compacta del infinito y cuya meta es, en apenas poco más de 300 páginas rebosantes de fórmulas y gráficos, exactamente eso: la historia de la idea de lo incesante, de lo que no termina, de lo que no puede acabarse. En la contraportada, James Gleick lo celebraba con un “Wallace + lo infinito: ¡maravillosa pareja!” Y agregaba aquello que muy pocos críticos supieron escribir o poner por escrito porque, tal vez, no podían o no querían verlo: “Esta es la más exquisita (e hilarante) ensayística científica. Wallace abraza la incompatibilidad de las matemáticas y la prosa y extra arte de ella. Y, también, cuenta una gran historia”. Parafraseando a Gleick, Wallace abrazó en sus ficciones la supuesta compatibilidad entre el cerebro y el corazón. Y nos regaló grandes historias.


CINCO .Y en ocasiones la muerte de los escritores resucita a los libros. Descubro –mientras escribo esto– que, en el ranking de la librería virtual Amazon, La broma infinita (no es broma, aunque tiene su gracia) ha trepado hasta el puesto número 16 de los libros más vendidos. Buena noticia resultante de una mala noticia. Bienvenidos sean aquellos que recién llegan a esta broma. Y a no pensar –a intentar no pensar– en su triste remate. Ahí está lo que Wallace escribió sobre los relatos de Kafka en Hablemos de langostas. Los definió como “una especie de puerta” y nos propuso “que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre... y se abre hacia afuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos”. Pasen a donde ya estaban y lean y sigan leyendo.

Esto no es una necrológica.

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21.9.08

Cine de género: habla Diego Trerotola




Desde hace varios años es crítico de cine en la revista El Amante y en 2006 se incorporó al staff de los programadores del BAFICI. Es activista gay y uno de los responsables del área de cultura de la Comunidad Homosexual Argentina. Acá revisa las representaciones de género dentro y fuera del cine, y afirma: “Hay una idea de belleza gay que puede ser nazi”.


Si uno tuviera que guiarse por el estereotipo del gay de treinta y pico que deambula por las series de televisión diría que Diego Trerotola no encaja. No sólo por su silueta en visible sobrepeso, su barba desaliñada y su vestuario no-a-la-moda, sino también por su discurso. Diego analiza y habla, hace foco y dispara. A veces da en el blanco, otras su verborragia le juega una mala pasada. Pero es lo de menos. Importa escucharlo para entender la conjunción entre una visión crítica a las representaciones de género en nuestra sociedad, y el rol del cine para sostener o dinamitar esas representaciones. Es obvio: haber llegado a ese lugar le llevó recorrer un camino. Valga entonces la historia de esa particular gesta.



Despertares

“Te puedo decir la fecha exacta en la que se despertó mi sensibilidad por el cine: fue el 20 de marzo de 1982. Me acuerdo porque estaba en segundo grado y tenía que hacer la carátula del día de otoño que empezaba al día siguiente. Fui al cine Gran Rex de Lanús a ver E.T. y lloré muchísimo en el final, cuando el chico se queda sin su compañero. Creo que ese fue el principio de la sensibilidad, ahí entendí algo que tenía el cine de conmovedor, de fantástico, de una experiencia sentimental totalmente diferente a la que uno puede tener fuera de las salas de cine. Supongo que ese fue el germen de todo”, recuerda. El vínculo entre un chico y otra cosa no encuadraba con la norma heterosexista que parecía abarcarlo todo en esos últimos años de dictadura. Diego asiente. “E.T. es una película sobre un monstruo amigable, es decir, una película que da cuenta de que uno puede convivir con algo extraño. Y es una de las primeras películas de ciencia ficción donde no se demoniza al monstruo. Puede habitar en la casa, comer, dormir, ser divertido, sin que además sea estilizado: E.T. es feo. En esa sensibilidad de E.T. había algo queer”. El cine empezaba a contar la propia historia de Diego. Unos años más tarde volvería a darle una pista. “Cuando vi Rocky III yo tenía 11 o 12 años y me pareció una gran película porque al final Stallone aparece travestido. Yo vi algo erótico en eso, aunque no lo podía precisar. Había algo raro ahí que me pareció shockeante: el climax estaba relacionado a la ambigüedad”.



Activismo: Del árbol al bosque

El despertar sexual de Diego -ayudado por el cine, claro- coincidió con una experiencia personal que marcó a fuego la relación entre su sexualidad y la militancia gay. “Lo gay se vuelve militante por una experiencia de vida concreta. Me puse en pareja a los 16. Estuve de novio 5 años y en ese tiempo él se enfermó. Tuve que luchar con un montón de factores como no tener derechos sobre él, no poder entrar a la sala de terapia intensiva por no ser familiar, y un montón de situaciones de ese tipo. Ahí me di cuenta que las cosas estaban mal”. Eran tiempos en que en Buenos Aires se llevaban a cabo las primeras marchas del orgullo gay, todavía los 28 de junio -fecha que recuerda la resistencia de Stonewall- antes que las pasaran al mes de noviembre: si ya resultaba difícil hacer visible la diversidad sexual, imagínense hacerlo a temperaturas bajo cero en la Avenida de Mayo.

Diego explica una situación que no por frecuente deja de ser interesante: el paso de la experiencia personal a la experiencia colectiva. “Ese mismo año había ido a la marcha del orgullo. Al año siguiente ya formaba parte de la organización de las marchas. Ahí me di cuenta que mi problema personal era así de chiquito. Empecé a relacionarme con lesbianas, travestis, y un montón de gente con quienes no tenía relación. Ahí me enteré que la cosa era más amplia y no me quedé en mi problema personal. Había que participar y esa época era difícil, principalmente por el VIH. El año anterior había muerto Carlos Jáuregui y la crisis del sida en esa época era muy dura, había muerto mucha gente y éramos muy pocos”.


El cine que nos mira

La diversidad sexual y el cine parecen ser las dos piernas sobre las que Diego camina. Una de las tareas que viene realizando hace tiempo es la de programador de films en ciclos y festivales. Los llevó a cabo, entre otros lugares, en el Rojas, en Belleza y Felicidad, en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, y ahora en el BAFICI. Por eso me interesa preguntarle sobre las representaciones de la diversidad sexual en la pantalla grande, no sólo lo que se muestra sino también –y especialmente- lo que queda fuera de campo. “El cine es el arte del siglo XX. En el cine se cristalizan un montón de tensiones sociales sobre las diversidades sexuales, la identidad de género, etc. Y tiene una mayor permisividad por sobre la televisión. En televisión no podés pasar una película prohibida para menores de 18 años. Vos ves en tele Terciopelo Azul y te cortan pedazos. El cine siempre puede ir un poco más allá, especialmente el cine independiente. Por eso hay que luchar para que ese cine llegue”. ¿Cuál es, entonces, el modelo que ofrece el cine comercial, ese que podemos ver cualquier día en los complejos multisala entre baldes de pochoclo y entradas a casi veinte mangos? “El cine comercial se basa en la repetición por sobre la diferencia. Si funciona un gay de determinada manera, al año siguiente lo ves de la misma manera. Generalmente hay una cultura chic: los gays y las lesbianas responden a un modelo de asimilación: clase media, profesional, blanco. Es una cultura del turismo que apunta a un gay que tiene ingresos. Pero ya no es sólo en el cine que se representa así: se lo piensa en ciertos estratos de la cultura como un arquetipo. Ahí se ve el modelo de repetición: el gay que consume -o sea el que va al cine- se quiere ver representado así, como alguien que puede pagar 18 pesos para ver una película. Es un modelo demagógico y al mismo tiempo asimilado a las reglas estables del capitalismo mas rancio”.

Aunque parezca una obviedad hay que aclararlo: el cine que llega a las salas comerciales es un porcentaje bajísimo en relación a la cantidad de películas que se realizan en Argentina y el mundo. Existen otras que, eso sí, hay que salir a buscarlas. No esperen grandes campañas publicitarias al estilo Harry Potter, ni exhibición en 140 salas como Matrix: Recargado. Hay que hurgar en los catálogos de los festivales y los ciclos de lugares como el Malba o la sala Lugones del Teatro San Martín. O la web, claro, aunque Diego plantee atendibles objeciones sobre esta última. “Yo critico a la gente que dice ‘en la web está todo, se democratizó el material’ porque tenés que tener computadora, banda ancha, etc. Todavía falta que la cultura digital se expanda verdaderamente, y también falta una reflexión sobre lo que se está viendo. Es como una picadora: la picadora de los cuerpos en el flujo digital”.


Femenino – Masculino

El lugar que la travesti ocupa en los medios de comunicación y sus representaciones no fueron aún objeto de un análisis serio. Diego recurre al cine (¿a dónde más?) para abrir el juego. “Parece inverosímil que exista una travesti de clase media, profesional, aunque la realidad muestre que existen. La travesti se sigue representando, en principio, como la mujer espectáculo. Una especia de súper-mujer que encarna Florencia de la V: bailarina, actriz, vedette, etc. El problema es que la travesti es eso o es prostituta. Y la prostituta también es una suerte de mujer espectáculo, una mujer de vidriera, pero marginal. Es un objeto para fotografiar, pintoresco, no hay acciones sociales sobre ese objeto, pero está incorporado a una economía de vida. Vos ves una despedida de soltero y todos los pibes van a sacarse una foto con la travesti. Y en el cine la representación es esa”, reflexiona. Le pido ejemplos de películas, aunque tenga que estar días enteros webeando para poder descargarlas. “Hace poco vi un documental sobre travestis de Irán llamado The Birthday. Se supone que Irán es el paraíso de las transexuales porque pasa lo mismo que en otros países como Singapur o Tailandia: a los gays se los persigue y se los condena, pero la transexualidad está permitida. Y está permitida porque supuestamente es correctiva. La lógica es de polarización: sos varón o sos mujer. Si sos varón tenés sexo con mujeres y si sos mujer tenes sexo con varones”. De yapa va una segunda recomendación. “Hay otro documental que se llama Las travestis también lloran sobre travestis latinoamericanas viviendo en París que trabajan como prostitutas. Hay una gama de formas de vivir el género: cómo es la relación con sus tetas, cómo es la relación con sus genitales, cómo es la relación con su cuerpo y con su imagen. En una travesti es muy distinta a la otra, aunque sean las dos prostitutas y latinoamericanas. El documental trata de buscar esos grises que en general no son representados por el cine comercial”.


Gorda

Otro de los temas que cierto cine no muestra, o lo hace recurriendo al viejo modelo de la víctima, es la gordura. Diego habla como parte involucrada, dando a entender que ser puto y gordo es el colmo de lo inaceptable. “Hace unos años dieron en televisión la serie Normal Ohio, una sitcom gay protagonizada por John Goodman, un super obeso que para mí es un sex symbol absoluto. La sitcom fue tapa de The Advocate, la revista gay activista de EE.UU. y yo me entusiasmé mucho. Se filmaron 13 capítulos, pero se emitieron 7 y la serie se canceló. Yo los grabé todos: que John Goodman hiciera de gay para mí era el paraíso. No había representaciones positivas de un gay gordo, con barba, peludo. Y se canceló porque un gay gordo no era bien visto por la mayoría de los gays y el resto de la gente. Hay una idea de belleza gay que puede ser hasta nazi: el gay tiene que tener ciertos atributos. Por asco ideológico nunca pude verlo, pero hay un programa que se llama Queer eye for the straight guy [Mirada gay para el chico heterosexual] en la que un grupo de gays le enseñan modales a gente heterosexual, como si hubiese un tipo de modal gay que es el chic, el que se viste bien, etc. Eso es muy tremendo”.

Diego no encaja. Los moldes establecidos para representar la diversidad de género no le son suficientes. Y ojo, minoría las pelotas. Nada de ocupar el lugar de víctima, sino estar siempre dispuesto a dar pelea. Ahí lo vemos, debatiéndose en una constante dialéctica entre su rol de crítico y activista. Un buen primer paso para empezar a hablar de otro cine de género.



DIEZ PELÍCULAS PARA UN TALLER DE CINE DE GÉNERO


Contundentes, variadas, contradictorias, provocadoras. No necesariamente brillantes, aunque sí disparadoras de un debate que un sector del cine sigue esquivando: cómo representar la diversidad sexual en la pantalla grande por fuera de los lugares comunes. Espontáneas o sugeridas, Diego recomienda diez-películas-diez para quien quiera sumergirse en un universo verdaderamente multicolor.


Happy Together (Hong Kong, 1997), de Wong Kar-Wai
Le pregunto a Diego por la mejor escena de sexo gay que recuerde y aparece la única película asiática de la lista. Una rareza de un director oriental que llegó a Buenos Aires para adaptar The Buenos Aires Affair, la novela de Manuel Puig. “Quizás la escena más importante de sexo gay que haya dado el cine sea el principio de Happy Together. Dos personajes chinos en Buenos Aires repensando una relación con la literatura latinoamericana, ya que el director vino a adaptar a Puig. Él convirtió esa película en una situación crítica a partir de esa escena que era realista y a la vez estilizada. La película mostraba esa ambigüedad, ese conflicto, que también está vinculado a una cuestión política: cómo la ciudad influye en el deseo, en la relación, en el sexo de una pareja. Responde a la idea de que el gay tiene que irse del lugar de nacimiento para tener sexo porque no tiene un lugar de pertenencia: juega con el exilio como lugar de expresión sobre cómo un ambiente extraño modifica tu sensibilidad. Una película política que quiere dar cuenta de la relación entre la ciudad, el espacio público, y el cuerpo extraño. Fue la primera película en la que se vio la avenida Santa Fe como lugar de yire, pero a la vez no se estancaba en un perímetro convencional o acordado. Iba de La Boca a Constitución, y de ahí a las cataratas del Iguazú, había una idea del espacio público en sentido amplio y no restringido”.


Ronda Nocturna (Argentina, 2005), de Edgardo Cozarinsky
La idea de cuerpos extraños deambulando por el espacio público nos lleva al último largometraje de Cozarinsky, donde Diego tiene un pequeño papel en el que hace de dealer en un baño público de San Telmo. En el film, un taxi boy es seguido en su recorrido errante durante toda una noche. “Cozarinsky borra los límites entre lo bajo y lo alto, pasa de un hotel frecuentado por la alta burguesía a un reducto de cartoneros, un peregrinaje en espiral y descentrado mostrando las polaridades y los matices intermedios. El film busca descomponer esa idea de la derecha falsamente tolerante que le permite a los gays expresarse en el espacio privado, pero no en el espacio público. Es el mismo modelo de Quarraccino que quería enviar a todos a una isla: lo que no es público no existe”.


Un año sin amor (Argentina, 2004), de Anahí Berneri
No sólo de Lucrecia Martel vive el cine argentino hecho por mujeres (aunque la nueva generación le deba mucho). La ópera prima de Anahí Berneri adapta la novela homónima de Pablo Pérez, poeta, sadomasoquista y VIH+, entre otras cosas. “El tema del VIH directamente no se trató en el cine argentino, hay un velo sobre esa cuestión”. Diego recuerda los films Rostros del alma y Dónde estás amor de mi vida que no te puedo encontrar en los que había alguna referencia sobre la crisis del SIDA. En el primero se trataba desde un personaje heterosexual; en el segundo tan sólo se hacía referencia a través de un personaje victimizado y patético que sólo era decorativo en la trama del film. “Un año sin amor se basa en un caso real, en un libro autobiográfico, al que la directora le agrega una dimensión política concreta, criticando la política del gobierno de De la Rúa que perseguía a las travestis”. Le pregunto a Diego si no le resulta llamativo que sea una mujer heterosexual quien haya abierto esa puerta. “Sí, forma parte del pudor. Creo que las directoras están abriendo un camino nuevo en el cine que tiene que ver con abandonar ese pudor. Lucrecia Martel con su ambigüedad sexual, sumando una dimensión sexual en los niños y en los jóvenes, viene a romper con un tabú. Eso mismo hicieron Albertina Carri y otras directoras jóvenes”. A por ellas entonces...


Barbie también puede eStar triste (Argentina, 2001), y La Rabia (Argentina, 2007), ambas de Albertina Carri
Barbie... es un cortometraje que retrata de una manera lúdica la diversidad sexual. También tiene que ver con el mundo infantil porque se trata de juguetes sexualizados, justamente el lugar donde se suele borra lo sexual, aunque no las representaciones que se quieren cristalizar. Esto es, el nene juega con soldados hiper-masculinizados y la nena con muñecas hiper-feminizadas. Lo que hace Albertina es transgredir ese límite: lo femenino y lo masculino se pueden confundir en un muñeco casi idéntico a otro. Y en su último film, La Rabia, también se anima a retratar algo complejo como es la vida sexual en el espacio rural. Creo que Martel, Carri y Berneri son las directoras que están abriendo un camino más frontal y con una dimensión de debate más interesante”. Barbie... circuló en festivales y ciclos de cine pero nunca se estrenó comercialmente por una razón más que obvia: la empresa nunca cedió los derechos para que las muñecas pudieran ser exhibidas.


Vagón fumador (Argentina, 2000), de Verónica Chen
El capítulo dedicado al cine nacional (a sus directoras, principalmente) lo cierra Verónica Chen con Vagón Fumador, su ópera prima. Otra vez seguimos a un taxi boy por Buenos Aires, aunque éste tiene la particularidad de tener sexo con algunos clientes dentro de los cajeros automáticos. “Vagón... es una película muy bisexual, y también muy política. Juega con el tema de la ciudad neoliberal y el sexo en el espacio público, incluso con la trasgresión a lo tradicional al reunir a un grupo de taxi boys alrededor de la plaza San Martín y otros monumentos históricos. Es otra película clave que abandona el pudor. La escena de bisexualidad entre el taxi boy, la protagonista y el hombre que pide los servicios es de una vitalidad que tiene poco que ver con el cine argentino”.


Shortbus (EE. UU., 2006), y Hedwig and the angry inch (EE.UU., 2001), ambas de John Cameron Mitchell
Shortbus es un poco blanda a pesar de tener sexo duro, paradójicamente. También es psicologista, responde a esa idea de que lo gay hay que leerlo siempre desde el punto de vista de lo psicológico, y no desde lo político o lo sociológico. Ahí me parece que la peli se estanca. Pero por suerte se estrenó, pese a que medios como La Nación pedían que se diera sólo en salas pornográficas”. Algo hay que celebrar en Shortbus, y es la idea de acercarse al sexo con humor. “Es cierto, existe una tendencia hacia lo lúdico y lo descontracturado. El sexo tiene muchas caras, no responde a la lógica del porno industrial donde el cuerpo es una máquina que reproduce los tics esperables. Eso es lo positivo del film”. Hedwig and the angry inch (Hedwig y la pulgada enojada podría ser la traducción) cuenta la historia de un transexual que al someterse a la operación de cambio de sexo, algo sale mal. De ahí la pulgada enojada que da título al film. “Hedwig... rompe con la polaridad de las películas que niegan la genitalidad, o que reducen todo a ese terreno. Juega con tratar de ver las zonas intermedias, con la ambigüedad de ese ‘angry inch’ que no se sabe muy bien si es un clítoris o un resto de genital masculino o qué cosa es. En definitiva indaga en la ambigüedad genital, algo sobre lo que habitualmente no se reflexiona”.


Pink Flamingos (EE. UU., 1972), de John Waters
Aquí se nombra el film más conocido de Waters, aunque toda su filmografía podría ser objeto de estudio en la temática de diversidad sexual. “Las películas de Waters trabajan con un rango de representación de lo físico y de lo genérico que excede los parámetros estandarizados y heterosexistas. Muchos críticos se quejaban: ‘¿qué es Divine, un hombre o una mujer?’. Divine es Divine, algo que no puede comprenderse con esa lógica. Y también hay algo orgiástico que nace en su cine y se va desarrollando en casi toda su filmografía. El abanico va desde el afeminado heterosexual a la lesbiana travesti, pasando por millones de cosas intermedias. Entonces todo el sexo es queer, todo es diverso, todo es grotesco. Una nueva forma de surrealismo en su veta más humorística”.


Flaming Creatures (EE. UU., 1963), de Jack Smith
“Si tengo que elegir qué películas me marcaron te digo las de Jack Smith, un realizador underground de los ´60 que sólo terminó una película. Es un director maldito porque esa película fue prohibida y él fue encarcelado”. El título del film es Flaming Creatures, y aunque sea casi inconseguible se puede ver en la web (ver, no descargar), en la página http://www.ubu.com/. “Fue una influencia decisiva en la obra sexualmente contracultural de Andy Warhol, al punto que juntos trabajaron en el siguiente proyecto de Smith titulado irónicamente ‘Normal love’. Yo había leído mucho sobre el film, incluso el ensayo que hizo Susan Sontag, pero cuando la vi fue algo increíble, es una película que desafía la noción de film y la noción de sexualidad. Sontag decía que la película era intersexual porque confundía un pene fláccido con una teta fláccida, una suerte de juego con la carne, con lo físico y con el placer que es muy interesante”. Jack Smith murió de SIDA hace tiempo, pero su film continúa prohibido en EE.UU. “Era un tipo que vivía de una manera muy bohemia, que estaba en contra de los museos y las fundaciones que apoyaban el arte, respetaba mucho la idea de autogestión. Su biografía para mí es mítica: un tipo que estaba a favor de una versión anarquista y libertaria del arte, un arte verdaderamente popular. No masivo, con esa lógica industrial de algo que nace arriba y trata de llegar a la mayoría, sino popular: lo que buscaba era invertir las jerarquías estéticas y sexuales que el cine representa”.


Gonzalo Beladrich
Mayo 2008


Podés escuchar el audio de la entrevista a Diego Trerotola descargando el programa #79 de Rastros de Carmín acá: http://www.unaradio.com.ar/audio/download/1358/79.mp3.m3u. En la foto, Diego Trerotola (izq) con Alberto Fuguet.

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18.9.08

Los ciclos de la diversidad




En un momento en que los estrenos de la cartelera comercial disminuyen su calidad, las mejores opciones aparecen por el lado de los ciclos de cine. Aquí, dos buenas chances de encontrar algo de diversidad entre tanto film homogéneo.
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Por un lado, el ciclo de la Quincena de los Realizadores, homenaje que la Lugones le hace a una de las secciones emblemáticas del Festival de Cannes. Presentada por su director artístico, Olivier Père, quien calificó este ciclo como el mayor homenaje jamás realizado a la sección. Por otro lado, el ciclo Otras historias de amor: Gays, lesbianas y travestis en el cine argentino, presentado en el Malba a propósito del libro del sociólogo Adrián Melo, en el que se investiga la representación de la diversidad sexual a lo largo de la historia del cine argentino.


Si hacés click acá podés entrar a ver la data del ciclo Quincena de los realizadores:


Y si hacés click acá podés ver el detalle del ciclo Otras historias de amor...
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En la imagen, un fotograma del film Mi vida en rosa (1997), de Alain Berliner, que pasan en la Lugones el martes 7 de octubre. Nos estamos escuchando. ¡Buena salud y mal instinto!
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12.9.08

Matías Piñeiro habla en Rastros de Carmín

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Este domingo en el programa 78º de Rastros de Carmín, nos visita Matías Piñeiro, director de El hombre Robado (2007). Como adelanto, subimos esta entrevista para que vayas entrando en calor. Si querés saber qué pensamos de la peli volvé al programa 46º donde la comentamos. Y un consejo: no te pierdas el programa de este domingo. ¡Buena salud y mal instinto!




ENTREVISTA A MATÍAS PIÑEIRO


El hombre robado se estrenó después de casi un año de su paso por el BAFICI...
Sí, se estrenó en el BAFICI, pero fue más largo aún el proceso, porque cuando la estrené allí todavía faltaba terminar el sonido. Tuve que volver a la sala de sonido para terminarla, con la cual toda la experiencia fue un poco traumatizante. Aunque no ganó ningún premio, tuvo buena repercusión. La experiencia fue dura, pero después me di cuenta de que fue importante.



Tu película es muy madura, no parece una ópera prima. Es anacrónica, no se sabe muy bien cuándo fue filmada. Pudo haber sido una película de los ´70, por el vestuario de las chicas. No hay nada que nos indique que está filmada hoy. ¿Eso fue buscado?
No fue adrede, pero trabajé con cierto imaginario y ciertos espacios que remiten a décadas anteriores, o incluso a siglos pasados (sobre todo al siglo xix). Elegí Palermo, que al mismo tiempo es un bosque que no tiene árboles del 2000, pero podría tener árboles del siglo xix. Y ahí aparece Sarmiento con los jacarandaes: si acá hay jacarandaes es porque Sarmiento, en el siglo xix, los trajo de Europa y los plantó. Sin embargo el Botánico es un lugar que remite a un tiempo pasado, y que se volvió un lugar marginal.



Justamente también los museos son lugares en los que el tiempo está muy enrarecido. Si hacés una toma de un museo y no hay alguien que tenga una vestimenta que denote la época…
Sí, tomé la decisión de anular todos los colores con el blanco y negro. Un tema fundamental que está en el origen de esto es que la película nació como un corto, pero que no funcionó. Con Alejo Moguillansky, el montajista, nos dimos cuenta de que el corto era una porquería y que estaba lleno de situaciones que necesitaban desarrollo.



Suele pasar al revés: el corto está muy bueno, y cuando lo quieren ampliar, falla. En este caso, no noté que fuera un corto ampliado.
El corto era malo. Duraba veinte minutos, que son el principio y el final de la película. Lo que realmente hacía falta era el desarrollo, tejer las líneas, que en realidad es lo más difícil de hacer, pero lo más divertido. El problema que tenía el corto es que se llegaba a una instancia final de los personajes y te preguntabas: “¿Cómo es que llegaron a este razonamiento, si se vio tan poco?”. Hacía falta exponerlo para que esa manera de hablar y de razonar fuera verosímil. Eso fue lo que se hizo, y aparecieron personajes nuevos, como el novio de Mercedes, porque era importante mostrar que es un personaje “pesado”, poco confiable. Para retomar lo de la cuestión anacrónica, en el corto había un recorrido de Mercedes y Andrés por diversos parques, y había una situación ambigüa en términos sentimentales. Yo no quería que se notara que eran distintos parques, quería lograr una “continuidad de los parques”. Al filmarlo en blanco y negro y eliminar la variable de la temperatura color, busqué llegar a la indiferenciación entre imagen e imagen ya que, hablando en términos de color, el verde de los árboles de Palermo es distinto del verde de los de Plaza San Martín. En términos de producción, esto me permitía poder filmar a las 6 de la tarde con luz naranja y ponerlo con el plano de las 4 de la tarde con otra luz menos naranja. Al mismo tiempo, sacar el color me servía para el plan de rodaje.Después abandoné esa cuestión abstracta y se radicalizó lo concreto. Quedó un recorrido por Palermo, pero mi idea pasó a ser que se pudiera reconocer el trayecto entre los museos en Barrancas de Belgrano y el Botánico, por la zona de los parques. Entonces uno va recorriendo, como “postas”, de estatua en estatua, de rosa en rosa, de esquina en esquina, todo el camino que los personajes van recorriendo. Entonces quedó algo del corto, pero cambiado.



Entonces, ¿cómo resultó el hecho de utilizar el material que filmaste del corto para este largo?
La imagen de la película no resultó prolija. La película muestra en su imagen una experiencia, que es la de filmar con pocos recursos, que tiene sus cosas buenas y malas. Creo que en un punto tiene una imagen honesta: tiene la luz y tiene el grano de esa experiencia de rodaje. Igual, traté de que no quedara una cosa absolutamente esquizofrénica; si me decís que no se nota lo del corto, está bueno. Pero me encantaría hacer un corto, ¡todavía no pude hacer uno bueno!



Da la impresión de que en tu película hay mucha fe en el cine, en el sentido de que apuesta a los planos largos y a dejar que la acción suceda. En la época del videoclip en la que vivimos, muchos piensan que con una película de planos cortos y ritmo frenético se construye tensión, una tensión artificial, pero tensión al fin. En tu película, la tensión pasa por otro lado, no temés a cierta morosidad.
Creo que se perdió el disfrute de ver. Y puede ser que sea un comentario un poco anacrónico, pero basta con ver cómo se emparenta la imagen de la televisión con la imagen de cine: ya no hay diferencia. Incluso, a veces ves mejores planos en la televisión que en el cine. Se perdió el disfrute de ver una imagen, de escuchar un sonido. Hay un exceso innecesario. Está bueno trabajar con el exceso, pero no en ese sentido, porque al final no se te permite ver.



Me gustó notar que en tu película la cámara disfruta de las actuaciones y recorre las locaciones. Hacés que tus actores se muevan por toda la locación (como en la librería). Hay una generación que está muy influida por el videoclip y la televisión, y esto se está perdiendo.
Si yo no disfruto el rodaje me tengo que dedicar a otra cosa. Si tengo que empezar a mentir las locaciones con la cámara, no me interesa. Creo que los espacios también pueden contar historias: así como de la literatura del siglo xix uno puede extraer líneas narrativas, se puede gestar una puesta, una circulación, una coreografía, un ritmo. Para mí el cine es eso, y es disfrutar de eso. Yo elegí que en el Centro Nacional de la Música (la ex Biblioteca Nacional) las chicas circulen bastante, porque si no, no se podía ver. Y finalmente el encuadre abstrae en exceso, y la manera que yo pensé de acercarme más al referente fue moviendo un poco la cámara a partir de una coreografía mínima. Que una baranda de una escalera me pueda servir para hacer un movimiento, y que la textura de una pared me sirva para detenerme. Y poder extraer lo que de único e irrepetible tiene ese lugar. Entonces yo creía que un exceso en la fragmentación en esta película atentaba contra esa posibilidad de ver. Al mismo tiempo, pienso que esa fragmentación responde a un manual, y no hay cosa que deteste más que “el manual del cine moderno”.



Si hay algo que tu película ignora es ese manual del cine moderno.
¡¿Quien quiere responder a un manual que dice cómo las películas tienen que ser hechas?!



En realidad, lo que dice este manual tiene que ver con “cómo se digiere más fácilmente una imagen”, y Hollywood es quien marca eso. Pero el cine es otra cosa.
Cuando ves una película hoy, es frecuente notar que un plano no llega a los 7 segundos. No digo que esté mal fragmentar (Godard es un cineasta del fragmento, del montaje. Antonioni también). Sin embargo es sistemático, no es un criterio.



No hay construcción de un lenguaje propio para esa película.
Claro, es algo extra-cinematográfico. Entonces hay un cierto ritmo que hace que una película proceda como si uno estuviera haciendo zapping.



Es más o menos como las sitcoms y su estructura de hierro de chistes cada determinada cantidad de segundos. Es un concepto bastante fascista.
Sí, uno debería hacer el ejercicio de no prestarle atención a lo que dicen los personajes, pero sí a las risas. Y se nos debería poner la piel de gallina. ¡Te indican dónde te tenés que reír! Ni Hawks ni Chaplin lo hacían. Es una imagen que se ha vuelto reaccionaria, y es increíble que no haya un espacio de reflexión para pensar eso.



Tu película le exige al espectador una actitud muy activa. El público que busca en una película el desafío de ver es cada vez más acotado.
La categoría “público” también es fascista. Es reducir al individuo: como si yo, Matías Piñeiro, supiera lo que la masa quiere. Pero pensar que uno domina eso es pretenderse… ¡Rosas! Creo que uno debería otorgar mayor libertad y construir un narrador menos tirano. Noto que en algunas películas se construyen narradores fascistas, que proponen un mundo espantoso: el mundo de la reacción. Yo trato de dar un poco más de aire. Prefiero no dar un sermón, porque para dar sermones está la Iglesia, que ya tiene sus problemas. A veces vas al cine y parece que vas a escuchar un sermón: te dicen qué está bien y qué está mal, que “lo otro” tiene sus problemas y que “es terrible ser lo otro”, lo distinto. Eso es un acto fascista.



En general se perdió la reflexión acerca de la mirada. Conozco gente muy culta a la que no le interesa reflexionar sobre el lugar que el director de la película que acaba de ver eligió para contar lo que cuenta, o sobre qué se le contó realmente.
A mí no me interesa poner en una primera instancia la decisión del director, porque es mucho más rico lo que me puede dar el mundo: en ese mundo entra el fotógrafo, entran las locaciones, entra María corriendo y entra Romina mirando fuera de cuadro. Por eso yo me sigo sorprendiendo con la posibilidad de que uno no lo controle todo. Los accidentes se agradecen, los errores son bellos… la película está plagada de esas cosas. El grano, las rayitas, los velos, me fascinan. ¡Amo las rayas y las manchas de la película!



¿Y las escenas interrumpidas?
¡Se interrumpieron! Las usé porque servían, y porque es más honesto eso que hacer una toma dos. Hay algo de la experiencia que me interesaba capturar.



Crean un efecto perturbador.
Hay un momento en que la película se enmudece, y la gente cree que es un error, y es que está muy cercano a ser un error, pero en realidad da cuenta de toda una experiencia que tuve en el BAFICI: habíamos terminado la mezcla y había quedado en la copia final, una palabra (“Andrés”) que habíamos dejado en tres lugares para que yo escuchara y eligiera dónde ponerla. Estábamos todos sobrepasados, yo dormía en los pasillos de la FUC. Cuando se estaba bajando la copia final, vi que quedaban los tres “Andrés”, y casi me muero. ¡Casi estrello el cassette HD en los adoquines de la puerta de la FUC! En el BAFICI se pasó esa copia. El montajista me propuso ir a la sala y mutear el sonido en la sala. ¡Eso fue mucha adrenalina! Y así la obra queda como resultado de una experiencia, con sus palabras intrincadas, con sus concepciones bizarras y con su plano en silencio. La gente lo cree un error, pero hay que ampliar las posibilidades. Es sano.



Creo que el tema de El hombre robado es el tiempo. Lo que me gustó mucho es esa tensión que hay entre el gran relato de la Historia y el pequeño relato de la película. La forma en que la Historia (con mayúscula), el gran texto de Sarmiento incluido, y la carta de amor trucha se relacionan.
En el cruce de esos dos vectores (que parecían imposibles de unir) está la película. ¿Qué tiene que ver Sarmiento y su escritura en contra de Urquiza vía Rosas en Campaña en el ejército grande, con un conjunto de jóvenes trabajadoras de museos periféricos y sus parejas? La gracia era acercar esas dos instancias, y ver cómo justamente podían coincidir. No es para nada extravagante que una chica de 25 años pueda leer Campaña en el Ejército Grande, ¡si es un texto hermoso! Las partes que yo puse en la película son las que funcionaban bien en relación con la trama pequeña: la idea de traición, de cómo la letra de Sarmiento gesta esa doble acción de estar en las filas de Urquiza y, al mismo tiempo, estar escribiendo en contra. “Escribir en contra” es algo que se ha perdido hoy en día. En esos textos se escribía en serio, se defenestraba, los contrincantes quedaban reducidos a nada. Hoy la discusión se ha perdido.



Ahora las discusiones son mediáticas y superficiales. Y además, no hay grandes textos de discusión de ideas. Y menos textos que sobrevivan al tiempo como lo hicieron los de Sarmiento. ¿Y por qué esa fascinación tuya por la figura de Sarmiento?
¡Porque es un genio! Vine de acercarme a sus textos, de leer el Facundo, de leer unos textos fascinantes de Ricardo Piglia a propósito de él. Además, me parece que gesta narración. Sarmiento es un gran escritor, sus textos son hermosos y tienen una fuerza que sobrepasa al tiempo. Pasar por encima del tiempo es justamente lo que trata de hacer la película. Finalmente, los espacios del siglo XIX hoy en día son estos que tienen un halo de anacronismo y de marginalidad. Yo quise ponerlos en el centro de la historia.Me fascina porque es uno de los grandes genios argentinos. Hay pocos: Macedonio Fernández, Borges y él.



Otra operación interesante que hiciste fue la de sacarle a la figura de Sarmiento toda connotación escolar, y plantear algo así como “¿por qué no pueden leerse hoy libros de Sarmiento en el colectivo?”
El Facundo es un texto obligatorio en la secundaria que debería leerse con todo placer. La idea que se tiene de Sarmiento es que nunca faltó a la escuela, cuando eso es una construcción absoluta de él. El construyó su árbol genealógico para conectarse con Facundo (Quiroga). Es genial el dominio que tenía mediante la letra, cómo un personaje puede construir algo que poco tiene que ver con la realidad, pero que sin embargo es más fuerte. Eso es un poco lo que uno hace con los relatos. Y es lo que podía hacer el personaje de Mercedes con su compañera. A mí me gustaba esa lectura bovariana que ella hace con Sarmiento. Me parece que la película funciona si uno va planteando distintos tópicos: si tengo que elegir qué lee, que lea Sarmiento; si tienen que caminar por una calle, que sea la 3 de febrero; parece una banalidad, pero después eso va armando un tejido y un mundo particular. Pero, ojo, podés hacer una ensalada,... Que no sea pavo y banal. Lo contrario de la banalidad no es la solemnidad, sino un trabajo real con los materiales.



Y esto que hace la protagonista de robarse objetos del museo y suplantarlos por utilería, ¿qué papel juega para vos en la película?
Mostrar que Mercedes tiene una moralidad flexible. Si puede hacer eso y no sentirse culpable, también puede hacer lo de la carta con la amiga. Es un personaje muy complejo, y no es muy lindo tenerla cerca, es un cerebrito que se va de rosca en un punto. Y hay una manera de circulación del dinero que me gustaba, porque el dinero y el trabajo siempre son un tema, es en lo que se ve la condición social de los personajes. La película sucede íntegramente en almuerzos, porque es el único momento en el que pueden expandirse en esos temas de la cotidianeidad. El resto del tiempo trabajan. La idea de la utilería tiene que ver con que uno va a esos museos y secretamente se pregunta si esos artefactos serán reales.



¿Estás trabajando ya en tu próximo proyecto?
Sí, estoy desarrollando ciertos aspectos que empecé a trabajar en El hombre robado, como cuestiones periféricas, de planos, de cómo extraer esa experiencia de rodaje y sacar provecho en la película. Me encanta la escena del trío tocando música de una manera estrepitosa en la que hay un chico que no agarra una. Me encantaría construir a partir de ahí. Eso estaba indicado (que se apoyara el trombón y no tocara), pero esa escena tiene algo que me gustaría seguir trabajando, al igual que esto de los textos como documento. Me gusta la idea de trabajar sobre los orígenes, y también sobre la reclusión. Cuando pienso en mi próxima película, pienso también que tengo que tratar de no caer en el mundo del lobby. Ya me di cuenta de que eso no me interesa.





Entrevista realizada por Cynthia Sabat. Podés verla completa en:
http://habiaunavezunachica.blogspot.com/2008/01/entrevista-matas-pieiro.html





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8.9.08

A 35 años del golpe, Patricio Guzmán habla de Salvador Allende





Patricio Guzmán nació en Santiago de Chile en 1941 y vivió de cerca y con ilusión el gobierno de Salvador Allende, hasta el golpe de estado del 11 de setiembre de 1973. Aquella época marcó su vida, y ha realizado varios documentales sobre ese tema. El último, Salvador Allende (2004), vista en Cannes y en Donostia, sigue la vida del polí­tico que lideró la revolución pací­fica del pueblo chileno, desde su infancia hasta su muerte, el día del bombardeo a La Moneda, alternando imágenes de aquella época y entrevistas actuales. Tí­tulos como La batalla de Chile (1975 - 1979) o Chile, la memoria obstinada (1997) son prueba del trabajo de Patricio Guzmán por recuperar una época que ha caí­do en el olvido de muchos, o que más bien ha querido ser sepultada tras el golpe de estado.




­Llama la atención que Salvador Allende sea una coproducción en la que participan varios paí­ses, pero no Chile.
El año pasado pedí­ una beca a la fundación estatal Chilena Fondart, la Fundación para el Desarrollo de las Artes, pero la rechazaron, no me dieron un centavo, y ninguna empresa productora con la que conversé se interesó en coproducir, por lo tanto, la pelí­cula es francesa, con aporte español, belga, alemán y mejicano. Tampoco el embajador chileno estuvo en el estreno de Cannes, y aquí­ al Festival de San Sebastián tampoco vino ningún diplomático.


­¿Por qué cree que ocurre eso?
El presidente Ricardo Lagos es una persona culta, creo que es un buen presidente, pero que en el aspecto de la memoria histórica no ha hecho nada. O ha hecho poco. Y yo creo que cultivar la memoria histórica rejuvenece y da a los jóvenes una perspectiva sobre su patria, sobre lo que pasó, que de otra manera nunca van a tener.


­¿Ha hecho la pelí­cula para las generaciones que no conocieron aquella época y que ahora no encuentran información sobre Salvador Allende?
Sí­, sobre todo para la juventud. Evidentemente, la pelí­cula será vista por mi generación y por los que tienen 40 a 50 años, pero la gente más entusiasta que hay en Chile por estos temas son los jóvenes. Seguro que ellos van a llenar las salas de cine y son los que van a impulsar la pelí­cula porque con La batalla de Chile pasó lo mismo. Las pocas exhibiciones que ha habido en Chile se han llenado de jóvenes.


­Se acerca usted a la figura de Salvador Allende de una manera muy personal, es un documental muy próximo, que en ningún momento opta por la distancia que se suele emplear en aras de la objetividad.
La objetividad es un concepto periodí­stico, no artí­stico. Yo creo que el documentalista no es un testigo desapasionado que permanece al margen, sino que es un testigo que se involucra, y mientras más lo haga mejor porque eso da fe de su apasionamiento por el tema. Cada cual tiene su punto de vista, imaginar que uno no lo tiene es un absurdo. Creo que la subjetividad, el hablar en primera persona, da una dimensión más atractiva y más justa con el tema y con el público, sin duda. Luego tienes que tratar de ser verosí­mil, que tu discurso sea creí­ble, porque si pierdes credibilidad la gente te abandona.


­Habla con gente que conocí­a a Allende, pero no con cargos de la época. ¿Por qué?
A mí­ me gusta hacer pelí­culas con gente normal porque estos ciudadanos comunes y corrientes suelen tener opiniones más atractivas que algunos personajes públicos que ya te dicen un discurso estereotipado y no conmueven a nadie.


­¿Alguien se negó a hablar?
No, todo lo contrario, todo el mundo fue muy colaborador y me regaló su tiempo.


­¿Cómo fue el trabajo de documentación?
Fue lento, pero encontré una pelí­cula muy interesante del holandés Joris Ivens sobre el tren de la victoria, encontré los planos del bombardeo de La Moneda de los cineastas alemanes Heynowski y Scheumann, y también encontré la entrevista al embajador estadounidense en Chile gracias a un gran amigo mí­o que vive en Montreal, el documentalista Patricio Enrí­quez. Le compré los derechos y es la primera vez que esta entrevista sale a la luz pública.


­Es un hallazgo que funciona muy bien como contrapunto.
Exactamente, es el gran contrapunto de la derecha, para contrarrestar el izquierdismo de las ideas de la revolución allendista.


­¿Conocí­a la entrevista?
No, fue una de las sorpresas agradables de la fase de documentación. Tuvimos una desagradable cuando nos pusimos en contacto con el archivo de las Naciones Unidas para conseguir todo el discurso de Allende, una pieza única y extraordinaria, y resulta que la perdieron, alguien no la devolvió. Yo conseguí­ pedazos, y por suerte encontré ese en el que habla de las transnacionales.


­¿Qué opina del auge que está viviendo el género?
Estamos pasando por una moda y nos favorece porque hemos logrado un espacio en el Festival de Cannes, en San Sebastián o en Venecia, pero en general creo que nuestro mundo es modesto. Nuestros salarios son bajos, terminar una pelí­cula documental es largo y lento, pero existe y muestra lo que la televisión no hace. La información que da, por ejemplo, Salvador Allende no la encuentras en ninguna parte: ningún programa de televisión va a dedicarle ese espacio, esa lentitud en los planos que son los que hacen comprender un tema. Nosotros recuperamos el ritmo de la vida, y la vida es muy lenta.


(Publicada el 23 de septiembre de 2004 en el portal KINOticias